jueves, 4 de octubre de 2012

Última cena


Una gota de agua rueda y obliga a cerrar mi ojo izquierdo. El reflejo del espejo la muestra al caer e intento limpiar sus restos como si se hubiese desbarrancado desde el párpado derecho; "error de novato" -pensé- mientras miraba al maestro del arte de las tijeras moverse sobre su espacio con la calma y la premura que sólo las décadas de trabajo sobre un mismo lugar otorgan. Su nombre es Horacio y para quienes vivan en barrio Parque Atlántica no necesita introducción. Siempre me pregunté en qué momento y debido a qué fenómeno los peluqueros de antaño se convirtieron en peluqueros vigentes hasta el día de hoy; peluqueros que, despojados del noble título de barberos y asediados por centenares de bufones de la profesión que no pueden encontrar su lugar ni en el pasado ni el futuro por estar estancados en la ciénaga de la mera reproducción de una moda que no sólo carece de calidad, sino que le basta con florecer para automáticamente marchitarse sobre ese terreno pantanoso que llamamos cosmovisión; se hacen un lugar en el mundo como los últimos exponentes de un estilo ajeno a la vorágine que guían bitches caprichosas y locas por los rulos en un estudio hermético y maquiavélico desde un país que sólo conoceremos por fotografías.

Es sabido por toda la comunidad que de pibe tenía un dominio absoluto del espejo. Sus manos respondían a la treta derecha/izquierda como si habitase ambos planos, realidad y reflejo. Una carrera harto prolífica en el tenis amateur casi lo catapulta a la fama si no hubiese sido por que en el deporte no se encontraba con el Horacio que quería ser. En el tenis se destacaba por añadidura, por esa manera tan particular de poder trabajar con total independencia sobre el plano invertido y el plano propio; pero el talento deportivo eran simples gotas que rebalsaban de una copa constantemente atestada en sabiduría sobre espejos como canchas y tijeras como raquetas de un encordado extremo duro de romper. Al fin y al cabo lo más interesante de él fue la forma en que los años lo criaron a guisos y bagna cauda, que al probarlos, podía verse en su cara de regocijo y sus modales innatos que lo paladeado en su boca no eran caracús ni kilos de ájo, lo que llegaba a su sistema nervioso central era el sonido de un crustáceo al quebrarse en una costa muy lejana donde el sol nunca deja de brillar, era el sabor del caviar que irónicamente nunca habría de probar.

Ahora, cuarenta minutos después de haberme sentado de piernas cruzadas a beber mi lata de CocaCola y leer Los pichiciegos sobre una silla que fue comprada en el mismo año en que fueron construidos los CPC`s; veinte minutos después de haber comenzado una larga y enriquecedora charla sobre gustos propios y agentes externos que pudieran darle a Horacio una idea clara del cúmulo emocional que llevaba mi trasero a ese lugar en busca de lo que creí (y aún creo) haber perdido por negligencia o descuido; esa forma esbelta de peso medio que aguantó una estampida de pasos resonantes hasta los huesos, en los que cada zancada que caía sobre el terreno imaginario de las estrellas se apoyaba sobre un suelo de mármol blanco de hace un millón de años, una pieza transitada por milenios revestidos de gloria que actualmente se resquebrajaba si intento andar sobre su superficie aunque sea a hurtadillas. Ahora me quito del ojo correcto la humedad que dejó la gota al caerse y no estoy seguro de haber encontrado lo que estaba buscando; el corte está listo, parezco el protagonista de Mad Men o un marinero tipo colección de Jean Paul Gaultier, estoy conforme, pero no me parece haber vuelto a entrar "en mi zona" otra vez, moviéndome libremente sin el peso que genera el miedo a tomar malas decisiones. 
Lo que he perdido es el mojo, esa atracción innata que se refleja desde los ojos hacia quien sea que esté en frente, esa capacidad de estar en el momento correcto y el lugar indicado constantemente casi de manera inconsciente; como le pasaba a Ayrton Sena tanto arriba como abajo del auto. Abajo captaba todas las miradas, el público femenino proyectaba sobre su imagen cientos de deseos que partían, encontrando como única explicación, de ese magnetismo hechizante inmanente a su ser. Los hombres lo admiramos por tener ese talento y ese porte que reivindica al género. Arriba del auto, cuando aceleraba, él no veía la pista, lo que veía era un túnel, una abstracción que lo llevaba a pensar que era dios quien manejaba por él; vaya ironía del destino... ¿Cambiaría yo un trágico final por algún tiempo más en contacto con mi quintaesencia? No lo sé aún, no pensaré en ello. Subo a mi bici/moto y acelero con los ojos cerrados; como si en el viento se encontrara la respuesta, ahí, en un finito entre el bondi y un camión cargado de ladrillos, el cual arranca con una explosión que baña el pequeño espacio por el que paso de un vaho negro de desechos gaseosos que se esfuman sobre un horizonte de nubes naranjas y enlutadas, promesas de melancólica tormenta.

Más tarde y practicando una nueva actitud de acuerdo a mi nuevo corte de pelo decidí probarme, necesitaba confirmar si podía mantener mi mojo encendido o perecería en el intento. Caminé por el centro y luego de unos instantes la estaba besando como me había acostumbrado a besarla, aunque en este caso me costara un mayor esfuerzo de concentración y varios cambios de postura repentinos que evidenciaban la necesidad de tomar prestado del personaje que había generado aquello que antes se desprendía de él sin complicaciones ni trabas. Pocas cuadras distaban entre nosotros y el lugar que sin saber elegiríamos, uno en el que una chica se siente como es merecido hacerla sentir.

Subimos y pensé que todo había vuelto; cruzando la puerta dos mozas se acercaron mirándome como si quisieran que les preguntase a qué hora salen de trabajar. Nos ofrecieron una mesa arriba y una de las dos nos hizo seguirla; subiendo las escaleras movía el bote en frente mío como si estuviese bailando. Obviamente mantuve la compostura. Tomamos asiento con mi chica mientras la moza me miraba como si hubiese llegado solo, como si hubiese estado esperándola a ella para sentarnos y ordenar vino a una de sus colegas; pero eso no pasó ni iba a pasar, pongo los ojos donde siempre debieron estar y nos preparamos a pasear la vista sobre un sobrevaluado y poco variado menú. Estoy contento -pensé- quizá todo este asunto del mojo perdido había sido sólo un sueño o una ilusión y ya estaba de vuelta para quedarse o hasta quizá nunca se había ido! Todas estas ideas me entusiasmaban. Levanté la mano para ordenar cerveza.

Pasamos un buen rato, bebimos y repasamos recuerdos y sus repercusiones. De repente se entrecruzaban opiniones como puntadas de hilo formando un exquisito entramado tan elegante como exótico; líneas horizontales anchas de colores realmente gastados por el paso del tiempo; pasteles que perdieron cualquier rastro de estridencia que en ellos se pudiera evidenciar y ahora parecían salidos de entre piedras erosionadas por el agua subterránea de alguna cueva tipo fiebre del oro, un espectáculo digno de ver. Pero entonces menguaba la intensidad de la charla y otra vez se cruza por mi cabeza aquella analogía con Ayrton Sena, la del túnel, la abstracción, la de aquella carrera de Mónaco en la que ganaba por una ventaja imposible de descontar y en constante aumento cuando desde boxes le recomiendan que reduzca su endiablado ritmo por que tenía la carrera ganada. Aminoró su marcha pero perdió el foco, en ese acto de cautela dios se bajó de su butaca y lo dejó sólo. Faltando escasas vueltas perdió el control y se estrelló sólo a un costado del circuito. Eso mismo sentía yo, desde boxes me ordenaban desacelerar y no podía hacer otra cosa que obedecer y verme inminentemente aplastado contra el muro.

El silencio llama al consumo y el consumo ataca nuestros nervios otra vez, repasamos la carta con detenimiento y en un rapto de estridencia, casi gritando, pedí una pizza de palmitos; ¿Por qué pensé que pedir una pizza de palmitos podía llegar a hacerme sentir mejor!? ¿Pensé quizá que así habría de alcanzar a tocar mi mojo con el cuero de la billetera!?
La pizza llegó y me sentía pobre como hacía tiempo no me sentía, como cuando uno derrocha y un día cuenta los billetes que venía sacado a ciegas; lo más seguro es que no sean tantos como se esperaba! Y los palmitos eran bloques crocantes, duros por dentro; yo los recordaba deshacerse con la textura suave del interior de una papa de McDonalds, crocante por fuera sí, pero por dentro la ternura de la adolescencia en el primer mundo. El queso prometía mucho a los ojos pero no otorgaba mucho al paladar; la cerveza siempre va a ser lo único en lo que se puede confiar aunque su precio no se condiga con su materia. 

Aparentemente todo seguía bien hasta que sin previo aviso empecé a sentirme como el la bodega de un barco, como el marinero de Jean Paul Gaultier después de ser retratado, de vuelta al trabajo, transpirado, sucio y sin la ropa chula con la que lo habían vestido para la sesión. Me paré para ir al baño y las paredes de concreto se transformaban en largas tablas de madera, los muebles en enormes cajas de mercadería almacenada en ese recinto húmedo y oloroso donde se apilaban las inversiones de decenas de mercaderes. El lugar tenía cajones de madera vacíos y torcidos por el mecer de las olas a modo de cuadros, marcos vacíos y torcidos igual; otros marcos vacíos y torcidos igual dentro de los anteriores y así sucesivamente! 
La imagen me obligaba a tropezar cuando me dirigía al baño y las mozas me vieron pasar con la mirada desenclavada; perdieron todo interés por mi en el lapso mínimo de quince pasos. Por otro lado mi chica esperaba el retorno de su Odiseo como una Penélope sobre una costa a la que me parecía no llegaría jamás. 
El hecho de volver y sentarme no significó estar ahí; volvimos a algún tema que había quedado pendiente antes de irme pero yo seguía absorto,  me era imposible lidiar con lo que estaba pasando, ¡Mi mojo! ¿¡Donde está mi mojo!? gritaban mis entrañas al tiempo que intentaban regurgitar los palmitos deglutidos, esos mismo que luego quedarían estancados durante días en mis tripas, disfrutando como en un all inclusive con yacuzzi de jugos gastricos y masajes intestinales. Ya estaba camino al guardarrail a toda velocidad cuando manotié la última tajada de pizza y la comí sin premura, sin ganas, con la boca abierta; estaba knock-out y veía acercarse el gancho que daría el toque de gracia.

Fue sólo un reflejo; me levanté, la besé y me fui sin dar explicaciones. Caminando hacia la salida dirigí de reojo una mirada a donde estaban las mozas, que se reían y me miraban como a un impostor, un descarado que casi las engaña; uno que dejaba palmitos secos y bordes de masa como restos de su última cena como el galán que fue. Me prometí pasar una temporada recluido al resguardo del hermetismo, como un alquimista en busca de la fórmula con la que logre recuperar su mojo perdido...
Una vez afuera la noche se presentaba fría y cerrada, imágenes de iglesias góticas y palacios poco iluminados. Paré a comer una empanada como para tener algo qué hacer y dejar de pensar mientras caminaba, pero claro, tuve que pagar por mi comida y eso me hizo imaginar dos sillas, una vacía; dos vasos, ambos vacíos; una tabla de madera y sobre ella restos de queso y salsa golf, palmitos que irán a la basura; una moza acercándose con un papel lleno de números que seguramente, sumados todos, alcanzarían las tres cifras y una doncella en apuros abandonada por su galán, una que debería de pagar la negligencia de esa especie de desconcertado embaucador que camina con paciencia su destierro.