miércoles, 6 de mayo de 2015

Mi plancha de hierro

A veces el fenómeno de la composición resulta ser algo tan único e ilógico en sus bases que uno termina volviéndose loco en su incapacidad por comprender la esencia de lo diferente, de eso que hace a la creación observada algo único e irrepetible, un todo encriptado que nos abraza con su profundidad y nos arrolla a toda velocidad con su imposible potencia, con la lógica enfermiza de un efecto narcótico que te bendice con su goce, pero que niega, a riesgo de dejar obsoleto su disfrute, el entendimiento instantáneo del mismo. Esa es su maldición, una maldición contrapuesta que nos lleva a la pasiva y etérea tarea del perpetuo disfrute, o bien, a su contraparte; como un caballero cruzado en busca de la explicación de la última verdad, al entendimiento de ese ápice, de esa gema irrepetible de genialidad que se cayó de una canción, de una frase, de un movimiento… que se cayó, quizá y por qué no, en el instante glorioso en el cuál explota en nuestro sistema nervioso la irrefrenable estocada de un nuevo y complejo sabor atropellando nuestras papilas gustativas.

De eso me interesa hablar hoy! asi que preparaos todos para hundir las narices dentro de la olla donde se cuece el guiso de los sabores universales y de donde estos salen a copular por el mundo, salen a hacer más sabores y más; y bebés sabores que gatean y sabores ancianos que nos enseñan y sabores jóvenes que eyaculan en una probada con la fuerza de una ninfa desvelada. Todos descarriados, todos desbocados en una caótica carrera por este caótico universo.



“Tranquilo los gato!” se escuchó en la puerta del super; llegó franquito con toda gula y el sueldo en la mano.  Pasé dos veces por cada góndola del pequeño supermercado Vea de la Valparaíso revisando que no faltase nada en el modesto botín: una cebolla, una palta, un sobre de ají molido, otro de provenzal, tabletas para los mosquito, 4 hamburguesas paladini y 4 panes de hamburguesa de esos que tienen sésamo; perfecto.

Me encuentro luego parado en la fila, todos esperábamos absortos como si esos minutos que pasaban en la inquebrantable nebulosa de la espera no fueran nada, inerte espera que desando observando y recalcando particularidades de algunos de los allí presentes, de alguna manera husmeándolos para pasar el tiempo y mover las neuronas. Entonces paso a sentirme un tanto culpable por hacer lo que estaba haciendo, por observarlos y jugar a desentrañarlos sin que ellos lo sepan, o mucho peor; hacerlo mientras ellos lo sospechan por la forma en que me detengo a contemplarlos con extrañísimo interés durante larguísimos lapsos de tiempo.

Me detengo en uno en particular, me detengo en la forma en la que saca su tarjeta de crédito, el momento en que el cajero le pregunta si lo va a hacer en un solo pago, el momento en que este muchacho mira al cajero con ojos cansados, esos ojos con los cuales hace rato que no mira a su novia, quien intenta llamarle la atención con todo tipo de artilugios destinados a despertar la ternura de su amado amante sin despertar en él mas que el más grosero desaire de no responder ni siquiera con una mirada. Él mira al cajero con esos ojos y le dice: “no, en tres por favor” Y yo lo estoy mirando con toda mi atención, lo estoy escrutando como si  estuviese frente a un tigre de bengala, como si estuviese frente a un hipopótamo cansado de andar por el zoológico manejando su particularísimo e imponente cuerpo siempre en el mismo recinto expuesto a la mirada del otro y por unos segundos me siento culpable. Bueno, no tanto…

De vuelta con el botín embolsado me dispongo a proceder con lo que sería la inauguración culinaria de mi nuevo hogar ya que estaba recién mudado. Desembalo los diferentes objetos que, cómo no, mi madre con todo su amor, esmero y cuidado metió en una caja para poder equiparme mínimamente en cuanto a artículos de cocina se trata:

Vasos: check
Platos: check
Cubiertos: check
Olla y sartén: check

La lista seguía en una rara mezcla de estilos que iban desde platos cuyo centro lleva estampado el isologotipo “Mariano Max”, a cubiertos azules y blancos que rezan la leyenda “Los tallarines”, pasando por múltiples chops cerveceros y tazas de café expresso con sus respectivos posa taza.
Así completaba una hermosa y variada colección de objetos otrora inútiles y relegados al lugar más oscuro de la lacena que hoy se reivindicaban y pasaban a ocupar los primeros planos de otra a estrenar; ahh!! que hermoso… la vida les daba, a mi entender, una épica y fortuita revancha que no a todos sucede…

Abrí la caja donde estos tesoros habían sido dispuestos prolijamente y con cuidado como sólo mi querida madre lo podría hacer y de entre todos ellos, apoyado sobre uno de los laterales de la caja, se distinguía la estrecha figura de un objeto único, un objeto diferente que nunca había visto pero que al instante capturó mi atención. Como anonadado por el descubrimiento levanté su pesada y gallarda figura que al rozar los vasos con los que lindaba emite el sonido que emite una espada al ser desenvainada; agarrada firmemente de la agarradera de uno de sus extremos la levanto y con ella me levanto de mis cuclillas para erguirla en dirección al techo y admirarla en todo su esplendor; como un tesoro viejo olvidado por un dueño celoso aparece esta pesada plancha de hierro que hiende el aire con su imponente figura que promete, según lo entendí al instante de tenerla en mis manos, deleitarme con lo mejor de la cocina universal y llevar mis habilidades como cocinero más allá de los límites que podía llegar a entender en mi concepción actual del arte culinario de autor; esta plancha hiende el distante horizonte y raja el velo que muestra retazos de una nueva cocina, una en la que nada volvería a ser igual.

Esta primera cocción fue toda una sorpresa y una promesa, cociné dos de las hamburguesas que fueron como tocar el puto cielo con las manos; vi y sentí allí materializarse la promesa que me hizo esta plancha de hierro al momento en que nos miramos, una que no podía esperar a compartir con aquellos que conocen mi destacado e intenso gusto por la comida. Necesitaba presentarla en sociedad y me dispuse rápido a preparar lo que sabía sería una velada trascendental para la concepción de sabores hasta ahora conocida entre mis más allegados.

Entonces dispuse fecha y saqué otra vez de su estuche mi nueva espada de hierro para darle la tan ansiada sangre de una nueva batalla, esta vez con la seguridad de que su estocada letal produciría repercusiones por doquier y que se divulgarían en el mundo culinario que me circunda las historias de sus deliciosas proezas.




Ya dispuestos en la mesa, los comensales buscan abrir el apetito rolando un cigarrillo de finas hierbas mientras por los parlantes pongo la mejor música que existe tanto para comer como para cocinar con clase; L’aventura de Sebastién Tellier <3 .

Listo y en mood abordé la mesada, corté cebollas, rebané en finas pero consistentes fetas la panceta (regalo de inauguración de parte del gran maestre en el arte del comer productos vacunos y porcinos; A.K.A mi padre) y tiré sin más miramientos cuatro hamburguesas sobre la plancha ya a temperatura, las cuales levantando humo y sonando como una cobra en posición de alerta se cocían en este festín de abundancia.

La escena es perfecta, el humo sube y no tiene dónde ir, se dispersa por la habitación hasta alguna de las ventanas abiertas para perderse en las narices del barrio entero.
Se crispa el bacon y se tuesta la cebolla, el pimentón dulce enrojece la carne mientras ésta se cuece y, en la hornalla que queda liberada, sobre el sartén, se fríen huevos con provenzal, rodaja de palta y pimienta. La yema va tomando consistencia y en el horno los panes se tuestan.
El festín parece completo, pero el manual de la real hamburguesa dispone que ninguna fiesta esté completa sin tomates en rodajas y lechugas vagamente seccionadas. Dispongo estos últimos dos elementos sobre un plato y tiro el cheddar sobre las hamburguesas ya casi listas.
La suerte está echada, la disposición parece perfecta.

El combo se compuso de; pan, hamburguesa con amalgama de queso cheddar, cebolla y tocino mezclados, huevo con palta, tomate, lechuga, aderezo (mayonesa y el katsup que da el toque simil barbacoa) y pan.
Los cuatro presionamos la tapa superior del chegusán rompiendo así la yema del huevo, que cae y hace implosión con el todo como una bomba neutrónica.

Damos el mordisco de la gloria, ese que homogeneiza las partes y las hace estallar como un orgasmo contenido durante horas de jugueteo previo. Así explotan el cheddar, el huevo, el tocino, la carne y la frescura de los vegetales que se quiebran con el crujir del pan tostado y producen los más diversos gestos entre los comensales:

Uno frunce el ceño y cierra fuerte los ojos. Otro se reclina sobre el respaldo con las cejas arqueadas hacia arriba y mastica como poseído por el espíritu santo. El último, que ocupaba la cabecera, da golpes sobre la mesa, como quejándose del hecho de que, en un momento no tan distante, ese placer se va a acabar como todo lo bueno se acaba.
Nadie hablaba, todos delirábamos sumidos en un halo de goce silencioso, incrédulos ante semejante espectáculo.

El único problema surge luego, cuando todos están terminando su hamburguesa y yo, cocinero designado y persona de muy lento comer, debería empezar con la cocción de la segunda tanda.

Uno de los que había terminado de comer se ofrece con premura y una pizca de desesperación para retomar la cocción. Intento, en la abstracción contemplativa en la que me encontraba, viajando por las hamburgueserías de una nación idílica, rompiendo las barreras de la percepción gustativa, darle al voluntarioso invitado vagas indicaciones de cómo realizar el proceso, pero en mi relato temía todo el tiempo pasar detalles por alto. Me digo entonces que no puedo permitirme bajar la vara y me levanto con la hamburguesa a medio comer para emplearme a fondo en el deber; como Rick de “The Walking dead” cuando le pone los puntos claros a su entonces amigo Shane, me paro y le digo a este aventurado invitado “Esta es MI cocina, esta es MI plancha de hierro, y no descansaré hasta que esas hamburguesas estén a salvo”  Y me arremango las mangas cortas para seguir cocinando.

Entre bocado y bocado las hamburguesas seguían cociéndose; ese sonido constante tan especial de la plancha al rojo, del tocino crepitando como leña seca, la hamburguesa despidiendo vapor como tocando los carbones bajo la parrilla y  esas ansias narcóticas por volver a probar ese pedazo de infinito…

Continuará… o no, no sé, soy medio falluto.

domingo, 13 de abril de 2014

Tránsito

¿Es que ya estoy vacacionando? ¿Es que estoy en un purgatorio lleno de gente confundida que olvidó si iba o venía, si fue y está volviendo o si pensaba en irse pero perdió el avión que lo llevaba a un lugar que la aerolínea no pudo volver a encontrar en el mapa?
Mi cabeza se sacudió al caer sin peso durante un segundo en que quedé abatido por el sueño y la confusión de volver a la realidad fue exacerbada por el panorama desolador que me rodeaba.

Todavía quedaban otras dos horas para salir y no sabía con qué entretenerme.
Las horas eran fardos rodantes en un paraje desértico del lejano oeste. Fardos sorteando el inmenso horizonte que de lomas lejanas a lejanas lomas llega, infinito tierral de nada a nada.
Entre la tierra en suspensión como una bruma asfixiante y la sed de placeres mundanos que una posible cantina podía satisfacer, lo cual significaba bajar del caballo y ahogarse en la excesiva liviandad que se sentía al dejar de viajar, yo miraba unas pantallas que a lo lejos mostraban imágenes de goles y jugadas curiosas de la tercera división del fútbol argentino. Todos aquellos jugadores que jamás se han abrigado al calor artificial de una botinera, que juegan por demostrarse que se puede; que, como escuché una vez a un viejo de sobretodo raído y barba desprolija gritar desde una tribuna del Club San Lorenzo de barrio Las Flores: “Juegue, juegue Mariano!! que lo que le des al fútbol el fútbol te lo devuelve!!” Gritaba el hombre con seguridad, firme en su discutible convicción. Después, menos de diez segundos después, casi con lágrimas en los ojos gritó otra vez y pareció que la voz se le rompería: “Mariano, -levanta una mano al cielo como pidiendo o agradeciendo, no lo sé- … lo que le des al fútbol el fútbol te lo va a devolver, juga querido, juga!!” El tipo empezó a llorar y yo no sabía dónde meterme. Despacio y de canuto me fui corriendo de su lado dejándolo con la mirada perdida en la zona central de la cancha pero sin focalizar en nada en particular, solamente la nada de ese espacio donde la realidad y la fantasía prometen, dan y quitan sin lógica ni cordura.

Pero después de cinco minutos intentando ver jugadores como pixeles e intentar adivinar dónde estaba la pelota en esas pantallas ubicadas por lo menos a 20 metros de donde estaba sentado, la actividad terminaba por  volverse aburrida, y otra cosa que podía hacer era mirar a los que estaban por mucho en una situación peor que la mía. Padres con niños exuberantes de energía, niños que corrían y padres que no tenían más remedio que correrlos, niños que saltaban y padres que no tenían más opción que agarrarlos, niños que querían y padres que no tenían más energías para hacer otra cosa que comprarles lo que quisieran. Entonces se abrió ante mí una lógica terrible que me permitió ver de cerca las tretas que estos pequeños seres maquiavélicos (entre los cuales me cuento cuando infante) urden para todo el tiempo obtener todo lo que quieran, sin mesura ni moral de por medio.

La escena es la siguiente:

El niño se encuentra ofuscado, molestísimo con la reticencia de sus padres a jugar con ellos. Entonces el niño realiza un pequeño acto maquiavélicamente cargado de ternura en el cual no le importa quedar en ridículo, no le importa hacerse pasar por bebé, no le importa nada más que lucir excesivamente tierno, dejando al primogénito en una posición rarísima. Éste, sin poder evitar reír, no puede hacer otra cosa más que abrazarlo y jugar todo el tiempo que haga falta con el divino fruto de su vientre o de su esperma que es tan mono y tan hermoso… tan hijo de puta.
Los he visto caer por docenas durante las horas que tuve que esperar en esa sala. Padres que, presos de ese rapto de ternura, invitan a sus hijos a jugar, a compartir un momento de recreación familiar sin saber que estas pequeñas bestias no quieren compartir nada, quieren que seas su esclavo y que juegues con ellos a lo que ellos quieran bajo sus propias reglas y hasta que ellos quieran, sino amenazan con llorar y hacerte pasar un momento por demás embarazoso.
Entonces empiezan las actividades y tanto padres como niños están sonrientes los primeros dos minutos (las unidades de tiempo son mínimas cuando se espera) disfrutando al máximo de este hermoso momento que la vida les regala. Pero el cuerpo de los padres se cansa y la increíble obstinación de los niños por querer hacer exactamente la misma actividad durante lapsos larguísimos de tiempo sin aburrirse termina por cambiar la cara de sus padres de “Paseo en el parque” a “De compas en el súper mercado” terminando después de diez minutos en “Padeciendo un ataque de claustrofobia en un ascensor fuera de servicio”. Lo mejor es el momento en que aparece el peor enemigo de la clase media: ese poquito de sudor molesto que aparece casi pidiendo permiso en la frente y debajo de las axilas, ese sudor que se emana tímido dejándonos en evidencia animal en estos lugares taaaan civilizados; un fenómeno tan natural y tan indeseable que logra llevar la cara de esos padres directamente al nivel “Me caí en un pozo negro y siento gotitas de caca en la cara”.

Pero eventualmente todo termina aburriendo así que busco consuelo para mi apuro mirando afuera y veo los aviones despegar, imagino accidentes aéreos en los que siempre me salvo, imagino cómo lo haría por si llegara a suceder y me maldigo a la mitad de la visión por ser tan estúpido de pensar que realmente me podrían suceder esas cosas, y en el caso de que sucedieran, pensar que realmente sería tan afortunado de salvarme si se desprenden los pedazos del avión y la gente volara de sus asientos directo al cielo, si se quemaran partes de la aeronave más adelante mientras sigo aferrado al asiento sin gritar. Luego cayendo al vastísimo océano, a rincones recónditos donde no se pagan impuestos y no hay representantes de la aerolínea que te puedan ayudar con los inconvenientes que vayas teniendo, inconvenientes del tenor de: “un tiburón me quiere morder” o “Mami, ¿acá no hay delfincitos para jugar? Quiero jugar con un delfincito” que alguna niña pequeña le plantea a su madre mientras  ella le dice, ocultando sus lágrimas, que todo esto es un juego y que están en Disney y que ya aparece Mickey pero mientras tanto hay que esperar tratando de que los animalitos no te toquen y si te quieren tocar tenes que patearlos en la naricita para que se vayan lejitos y ni se te ocurra tocarlo si aparece el delfincito porque te puede sacar un dedito.

En fin, el tiempo pasó y el avión llegó; subí, saqué la colcha y eso para taparse los ojos y dejé que el sueño hiciera el resto.

Apenas perceptible entre un sueño en que era un jugador de fútbol de la China comunista y los ronquidos de la señora que viajaba a mi lado logré diferenciar los sonidos de la vajilla contra la cerámica, el líquido acumulándose en los vasos y el tintinear de las pequeñas copas donde servían el vino. Me levanté y la aeromoza me preguntó si quería comer. Entonces extendió ante mí una bandeja que me decidí a disfrutar con todo el cariño que de mis papilas gustativas recién reactivadas podía disponer. “Quisiera algo para tomar el señor?” Dijo una aeromoza de delicadas cejas y rasgos finos como la porcelana. Ella sonreía, yo intentaba abrir más mis ojos al tiempo que le pedía que me sirviese un vaso de vino, por favor. El líquido llenó la pequeña copa y pedí también un vaso de soda con objeto de lavar el sabor a “recién me levanto” que queda al volver a la vigilia luego del sueño profundo.
En los auriculares sonaba música funcional tipo jazz contemporáneo y, al destapar el papel metálico que cubría la cerámica que contenía la comida, un hongo de vapor subió decorando el panorama del reducido espacio de acción que la aerolínea dispuso para mí. Me recliné sobre el asiento, cerré los ojos y disfruté un poco del idilio antes de entrar de lleno a la realidad, que es obscena con respecto a la idea en estado puro, y que significaba rasgar carne con los dientes y procesarla mediante un sistema complejo de jugos y movimientos asquerosos e involuntarios.
Entonces desenvolví los cubiertos y me dispuse a comer con la mayor sutileza que me era posible. Cortaba, desplazaba y mascaba fragmentos de memorias literarias, momentos cinematográficos como la escena en que el comandante Hans Landa visita a Perrier LaPadite en “Bastardos sin gloria”. No la escena en sí, pero en esa carne en su jugo sentía el viento de ese prado de la campiña francesa sobre la frente; en las judías mezcladas con zanahorias y papas podía visualizar y hasta oler el interior de la casa del señor Perrier LaPadite un domingo en el que sus hijas hubieron de cocinar una enorme fuente de estofado para ellas, su padre y la familia escondida en su sótano (razón por la cual al comer las judías pensé en esta escena, quizá) con una medida de amor y paciencia que convierten cualquier plato o receta en un irresistible desenvolver de sensaciones de cariño pleno que llena tanto tripas como corazón.
Corté a la mitad un pequeño bolillo de pan y le puse mantequilla, tuve la inesperada necesidad de pedir un vaso de leche pero me contuve y seguí comiendo, seguí comiendo hasta terminar por completo el plato y disponerme a comer el postre (una especie de brownie crocante) y entretenerme con alguna película en la pantalla de veinte x veinte cm que tenía frente a mí.
Ahh! Vince Vaughn y Owen Wilson, qué dúo entrañable!! Son, junto con Jonah Hill, mis actores preferidos de este hermoso género cinematográfico que gusto en denominar “cine de tránsito”. “The internship” me obligó a pasar por todas las estúpidas fases por las cuales uno navega con conocimiento de causa al ver estas comedias tan predecibles como adorables. Y al terminar de ver la película, y ya habiendo comido todo lo que me sirvieron, tuve la inequívoca sensación de que se acababa de explotar la burbuja en la que estaba cómodamente sumergido rebosante en plenitud. Recordé la comida e imaginé cómo manipulaban genéticamente las judías, cómo fumigaban desde el cielo los campos donde crecían las zanahorias, imaginé las papas en un bowl en medio de una gran mesa blanca en una habitación blanca llena de personas en trajes negros y científicos en batas blancas debatiendo sobre los pros y contras de tal o cuál forma de crecimiento y desarrollo del tubérculo. Imaginé mi plato de comida criogenizado y luego vuelto a la vida en hornos de microondas, inflado y suculento sólo después de haber probado la muerte como un Lázaro del reino culinario. También me sentí un imbécil por no haber podido evitar sonreír (y cuando digo no haber podido evitar sonreír significa que realmente los músculos de mi boca no respondían cuando intentaba comprimirlos y seguían extendiéndose hacia los costados como una banda elástica que parece estar a punto de romperse) como una quinceañera mientras veía el evidente final de esta comedia protagonizada por mi dupla preferida en la que se manejan sin reservas para con absolutamente todos los lugares comunes que una comedia puede tener.
Decidí pedir un vaso de whisky, leer dos páginas de un libro tan interesante como complicado y esperar que el sueño me habilite a consumir el tiempo restante de vuelo.

Desperté y bajé del avión, esperé menos de una hora y ya estaba en otro como inmerso en un deja vú moderno, sentado en un avión igual al anterior, al lado de la misma señora que roncaba en el avión anterior, viendo cine de tránsito (“21st jump Street” hilarante comedia con uno de mis predilectos, Jonah Hill; y “Rush”, la historia de la rivalidad entre James Hunt y Nikki Lauda en los años dorados de la fórmula 1, cuando todavía se corría un importante riesgo de morir arriba de uno de estos autos) y comiendo comida resurrecta como si fuesen los alimentos que acaba de cosechar un granjero francés del prado que llama jardín de su casa.
Pero entonces apareció una aeromoza repartiendo estos papeles, papeles que cuando uno está en tránsito tiene el alivio y el privilegio de evitar llenarlos; conjuros burocráticos disfrazados con frases bien hechas de las que salen dedos que te señalan y te dice “¡Vos! ¡Sí, vos, el que está leyendo! Estás en falta, ¡confesadlo! Ahorradnos el problema y confiesa tu culpa!! Sé que vuelves con vegetales o frutas y eso es un delito!! Si no tienes verduras o frutas o ninguna especie en extinción seguramente estarás trayendo dinero sin declarar!! O peor, DROGAS!! Y si traes una bomba te conviene hacerla explotar ya porque si bajas de ese avión te las verás con nosotros: La aduana, el fisco, la maderfackin’ Di i Ei, la DEA perro!!”
De pronto la hoja se calla, el dedo deja de señalarme y hace una pausa de muerte que mantiene una tensión insoportable en su mirada llena de suspicacia y entendimiento…
Ah… pero qué tenemos aquí… Así que vienes a quedarte en nuestro país, JAJAJAJA!! MUAAAJAJAJAJA!! Ahora entiendo, sin drogas, sin animales, sin frutas ni verduras, sin dinero no declarado… eres un forajido en busca de un nuevo paraje donde reinsertarte… Ah, pero qué es lo que estoy viendo, si ya estuvistes aquí… interesante… Pluff… la cara parlante del tío Sam y el dedo inquisitorio estallaron en una espesa voluta de humo y desaparecieron, dejándome soulo con la hoja y la lapicera sobre la mesa plegable de mi asiento.
Y ahora, quién podrá defenderme? Y nadie respondió…

Básicamente lo primero que pensé era que debía estar totalmente relajado, ingresar a la migra como un inocente e iluso joven que vuelve a visitar a sus conocidos para luego descender por los hermosos parajes de Centroamérica y América latina. Ah que bella es la vida! lo único que tengo en la cabeza son playas y chicas y pelotas de playa y excursiones en parapente y corales naturales con colores que juraré nunca olvidar, amores que juraré nunca olvidar, fotos y más fotos de todo aquello que juraré nunca olvidar… ahh, lo escribo y me sonrojo, qué bello y noble, que pelotudo que parece.
Pero la realidad es otra, por ende debo mentir, debo actuar como otra persona y como si lo que dice la otra persona fuera una verdad tan íntima que nadie podría cuestionarla. Pensé en lo que significaba mentir, omitir, tergiversar, pensé en una serie de tv en la cual cuatro personajes se encargan de detectar cuándo miente la gente y por qué lo hacen. Pensé en el único capítulo de los que vi en que alguien se traga una mentira. ¿Cómo hizo este personaje para mentir sin ser detectado? Una serie de pastillas relajantes las cuales inmovilizaron ciertos músculos que se mueven inconscientemente al momento de relatar una mentira. ¿Cómo podría hacer yo para mentir? No hubo que pensarlo mucho para que la respuesta se revele ante mí; bebiendo alcohol hasta pensar como un joven inocente e iluso, salú!


                                                            Continuará…

viernes, 21 de marzo de 2014

La Ilíada

Fue un viaje poco común en el cuál recorrí una gran cantidad de kilómetros velados a través del vasto continente americano. Fue extenso pero objetivamente breve, tedioso al mismo tiempo que animado; plagado de comida universal, abordaje y espera; comida universal, abordaje y espera. La tónica siempre fue la comida y la fórmula no paró de repetirse.

¡Flashback!

Estoy en el aeropuerto de Córdoba, esperando con mi familia. Mi hermana, su novio, mi madre, mi padre; todos míos, cada gramo de su atención recaía en mi partida, la cual, para mis adentros y sólo para mis adentros, sabía que no estaba del todo asegurada. Todo se pone dramático de repente, mi estómago empieza a revolverse ante la expectativa, así que para distender fui a comprar preservativos, que en México son mucho más caros, y además allá cogía mucho más que acá, digo, me pareció una buena idea. La farmacia era un Farmacity; malditas cadenas avasalladoras, malditos empleadores hijos de un demonio europeo de mil años de antigüedad, un demonio aburrido y de cuernos gastados que toma viagra para poder seguir cogiéndose a la porción de humanidad que le corresponde por contrato, un contrato que guarda celoso en su cueva como el tesoro más preciado que alguna vez pudiese poseer. Bueno, entré al Farmacity y tomé cinco cajas de preservativos de la góndola (no puedo creer que en una farmacia existan góndolas hijos de mil puta), las pagué y me di cuenta que eran saborizados. Pensé a qué universos de sensaciones nuevas podía este tipo particular de preservativo llevarme y me di cuenta que me eran totalmente inútiles. Siguiendo en mi debate personal me fui a saludar, me fui a irme de mi casa otra vez… o al menos eso es lo que yo creía.

Entonces era de tarde y ya estaba en tránsito, disfrutando de los goces de estar en el aire, disfrutando del servicio a bordo como nos recomendó el capitán a través del altavoz del avión. Una pequeña merienda compuesta de galletas saladas, alfajor blanco y galletas de chocolate eran el tentempié que nos ofrecía la aerolínea. Decidí acompañarla con una lata de cerveza basándome en esta especie de pacto mersa para conmigo mismo que reza siempre, pero siempre que vueles, beber alcohol; por el placer, por los viejos tiempos, por la vieja y querida época dorada de la aviación, cuando se podía fumar en la cabina y las madres solteras no podían siquiera soñar con trasladarse de New York a Toronto en un par de horas. Entonces el volar era una fiesta sin ética ni moral en la que se regocijaban hombres y mujeres bebiendo, hablando y fumando, ellas de cigarros colgando de largos pistilos, ellos chupando habanos enormes que algún viaje de negocios exitoso les habrá dejado como recompensa.
 “Oye niña, un poco más de whisky” (Las azafatas no tenían voz de mando y el cliente siempre tenía la razón) “Sepa disculpar señor pero se nos ha acabado” –El hombre se pone rojo de la ira y tanto la aeromoza como la hermosa mujer con vestido de encaje y peinado de última moda en París que viajaba a su lado saben que esto se va a poner feo. El tipo toma un extraño respiro con el puro aún en su boca, y fingiendo calmarse se dirige a la aeromoza- “Disculpe usted señorita pero he interrumpido una hermosa plática con esta –una pausa y una mueca de sonrisa en su boca- hermosa muchacha para poder pedirle que sea amable y me traiga un vaso de whisky. He también pagado un dineral por estar sentado aquí y lo que obtengo –ira otra vez- es esa mueca de muchacha sureña sin educación, idiota y sin experiencia en la vida que emana de tu cara de mesera de salón, así que si no quieres volver a ser nalgeada por todos los borrachos de nevada sé buena niña y consígueme un poco del whisky que toma el capitán o pídeles a alguno de los idiotas de tus compañeros que devuelvan al menos una de las botellas que se están robando los muy tacaños imbéciles –se dio vuelta para seguir su hermosa plática con la hermosa mujer a su lado pero entonces decidió seguir el monólogo un poco más, sólo un poco más para dejar en claro el punto que estaba tratando- Y la próxima vez que alguien te pida whisky, por favor entiende –hizo repiquetear su dedo índice sobre la frente, replegada en sucias entradas llenas de lunares y manchas de vejez en la piel- que es porque ese alguien lo necesita, es porque tiene que pasarse cuatro horas sentado, mirando nubes sin hacer nada más que al menos intentar coger un buen culo –señala con disimulo a la hermosa muchacha del hermoso peinado- para darle sentido a estas horas vacías de vida que nos representa el volar.
Ella lloraba desde hacía al menos siete renglones atrás pero jamás dejaba de sonreír.
Pfff, qué tiempos… la Golden age de la aviación.

Entonces, terminada la merienda es turno de bajar del avión. Y bienvenidos a Buenos Aires, colectivo, casa rosada, puerto madero, de repente noche y por fin Ezeiza.

Tomé un carrito y entré a un aeropuerto vacío. Eran las 10 p.m. aproximadamente y mi vuelo salía a las 4:20 a.m. En los mostradores de las aerolíneas no había gente, no habían clientes apurados ni niños gritando o pateando a sus hermanos por el aburrimiento; tampoco estaban esas mujeres de mundo con sus labios rojos y sus graciosos corbatines dentro de sus graciosos uniformes de la empresa a la que sirven, con su graciosa forma de hablar y sonreír al mismo tiempo como si realmente estuvieran disfrutando de atenderte, como si un cliente fuese un par perdido en el tiempo y el espacio, llevado a ese mostrador gracias a un acto karmático divino que une a cliente y empleado en una cosmología otrora antagónica, calentando sus almitas ahora encontradas en un halo de ensueño rosado lleno de espuma y champagne. No había nadie y mi esperanza de matar el tiempo parecía formarse un caparazón inquebrantable, las horas muertas por delante parecían un prado inmenso sin un árbol, mucho menos una casa por delante; puro verde universal y aburrido por desandar.
Caminé apenas unos pasos, desganado, desencantado: “Un amor real es como dormir y estar despierto; un amor real es como vivir en aeropuertos” decidí que sería el soundtrack de las próximas horas, las cuales debería vagar en ese recinto sin tiempo ni espacio, lleno de nada, sólo artículos universales en venta y esos intentos de productos regionales sobrevaluados y de una calidad paupérrima, solo disfrazada gracias a los enormes esfuerzos del diseño gráfico que me daban comezón en la espalda de sólo mirarlos.
“¿Otra vez tanta tragedia?” pensé; para que luego, acto siguiente, abriéndose entre el paso transversal de dos turistas con carros a tope de bolsos embalados y abrigos mal acomodados, pudiese yo divisar la antigua y celestial “EME” dorada, “EME” forjada por un Zeus aburrido de la perfección olímpica que dictaminó con su voz grave y tonal las bases de un nuevo orden “¡Admirad! ¡Un nuevo molde que hará de la raza humana una raza de seres unidos en un solo sabor! ¡Una nueva torre de babel se erige sobre los cimientos de uno de los sentidos más desarrollados; el sabor! ¡Éste será un sabor que los hará uno! ¡Sedentarios, gordos, babosos y asquerosos pero unidos al fin!” Tomó un respiro este dios, liberó las vías respiratorias y empezó otra vez con la parte más fina del plan, la que hace que los proyectos se materialicen y no queden en una exhalación de genialidad ebriatica (si es que la palabra existe). “¡Pondremos sucursales en las principales capitales y la gente las visitará desde cada rincón del planeta. Fijaremos un precio universal tasado en la divisa corriente del tiempo que a la sociedad le toque vivir y lo respetaremos sin importar dónde o cómo lleguen nuestras deliciosas comidas. Luego llegará el día en que seremos los encargados de la alimentación en todo el globo, cobrándola en los impuestos anuales y entregándoselas a los terrícolas en sus casas cada día, en cada pueblo, ciudad o gran urbe. Un niño de gorra, granos y modales torpes tocará cada una de las puertas de casa, chozas o cavernas donde alguien viva y ese alguien lo recibirá con los brazos abiertos y los ojos saltones por la abstinencia… ejemm, digo, por la emoción de recibir al único proveedor de comida del mundo; el dueño por derecho de la EME dorada, la torre de babel que los unirá como una sola nación!!! el emporio Mc Donaaalds!!!!”
Y bueno, sucumbí con la emoción que sucumbo siempre ante esta maravilla de la ingeniería culinaria. Decidí pedir, basándome obviamente en la premisa precio/calidad, el combo más emblemático de la franquicia: Un Combo BigMac.
Fui a sentarme. Extrañamente escogí un lugar en una barra con asientos altos clavados al piso, extrañamente volteé para ver que detrás de mí estaba, extraña y diagonalmente extendido, un hombre con la mano izquierda enyesada, estirada sobre la mesa y la cabeza apoyada al lado. Varias bolsas lo cubrían, desparramadas entre los asientos y hasta sobre su cabeza refugiándolo en ese cubículo formado por dos sillones verdes enfrentados y una mesa naranja que lo dejaban descansar en esta especie de recinto tipo hamburguesería de los 50’s mientras esperaba el vuelo quién sabe cuál hacia quién sabe dónde. La imagen proyectada era la de un homeless en nowhereland, un mendigo con sus bolsas y su carro que quedó anclado en un espacio de tierra sin bandera ni credo. El más exiliado de los exiliados, el más outsider de los outsiders, un tipo sin tiempo ni espacio, que noble…
Y entonces apareció una empleada del local de comida rápida y empezó a limpiar las mesas que estaban libres. Miré a la mesa de este hombre y vi que no había nada que indicase que hubiera consumido algún producto de los que vende la cadena y temí que lo sacaran abruptamente de su descanso por eso, recuerdo que pensé “personas con menos alma que esos que levantan de su siestita a un linyera.” Policías y vecinos aburridos, viejos del corazón. Obviamente este tipo no era un linyera, me di cuenta porque no tenía un sobretodo sucio ni pelo ni barba de semanas sin bañarse… hay que prestar atención antes de juzgar, no?
En fin, la comida estuvo tan buena como esperaba y estire el momento de terminarla tanto como pude ya que por delante tenía una larga espera. Mi amigo el linyera se quedó donde estaba; ah, cierto que no era linyera, no tenía el sobretodo ni la barba… bueno, mi amigo el del yeso se quedó en su mesa durmiendo y yo decidí sentarme más cerca de los mostradores desiertos a esperar que se decidiera mi suerte, ya que la situación era un poco más complicada que presentar el pasaporte y recibir el pase para abordar, había un detalle que revolvía el McCombo en mis tripas y no lo dejaba estancarse ni salir; sólo podía seguir saltando entre mis jugos gástricos y las últimas comidas ingeridas (el alfajor blanco, la cerveza, las tres galletas de chocolate, etc) aún no expulsadas de mi cuerpo.
El tiempo pasaba y lo único que veía aparecer cerca de los mostradores eran docenas de asiáticos confundidos. Siempre buscando algo, siempre achicando sus párpados para fijar la atención al punto de no saber si están caminando dormidos o es que pueden ver algo entre esa pequeñísima ranura que les quedará para que la luz entre y se transforme en imagen en sus cerebros; siempre señalando algo más allá, como si al fin hubiesen encontrado eso que buscaban, gritando cosas como “Yiashininmá!” y otro le responde “Yiahú!” en esa incansable búsqueda de la eternidad que son sus vidas. De a poco empezaron a aparecer también los encargados de la limpieza  del lugar y algunos de los empleados de la aerolínea preparaban el sistema para abrir los mostradores y empezar a atender a la gente.

El vuelo estaba programado para las 4:20 am saliendo de Ezeiza con destino a la ciudad de Lima. El McCombo hacía cada vez más ruido, y a medida que se acercaba el momento de pasar al mostrador, mientras se formaba la fila de los híper anticipados y los de limpieza terminaban de poner en orden todo el vallado yo pensaba que ahí se decidiría mi suerte, ya que existía la posibilidad de no poder viajar, de tener que dar por terminado mi viaje en ese momento. Al no tener un pasaje de vuelta a mi país podían negarme la posibilidad de embarcar, al no poder demostrar que del punto “A” al punto “B” había un regreso al punto “A” u otro viaje a un punto “C” podría quedarme boyando entre estos puntos, en el aire y en aeropuertos, de ida y de regreso y confundiendo los circunstanciales de tiempo hasta volver a poner los pies sobre la tierra que significa adherir a leyes y permisos y vida que, a cambio de gastar dinero, se puede mostrar pero no se puede vivir.

Al acercarme a los mostradores focalicé y relajé mis pulsaciones hasta enfriarlas por completo, me dirigí a la ventanilla y con un gesto amable saludé a la recepcionista. Obviamente ella me saludó súper cordialmente, intercambiamos nimiedades totalmente olvidables y devolviéndome mi pasaporte y mi ticket de abordaje me deseó que tuviese un hermoso vuelo. Solo diez segundo después estaba en el baño, internado, dejando salir todo lo que los nervios habían retenido y revuelto.
Pasé a sala de embarque, me saqué una selfi y festejé en silencio mientras esperaba que llegase el avión



Continuará...



martes, 21 de mayo de 2013

Una fantasía memorable

Estabamos perdidos en un barrio colgado de la montaña, subiendo calles estrechas como jamás las habíamos transitado, calles, que a forma de broma del destino para con un extranjero, resultaron ser de doble tránsito y las tuvimos que manejar con paciencia y conducta oriental. La cuesta mostraba altas paredes de piedra y casas encima de ellas de un lado, del otro el precipicio abría un horizonte color ceniza ante nuestros ojos pasmados de turista perdido.
Lo importante era volver a ver rutas anchas, autovías de dos plantas invadidas de carteles altísimos que nacen desde el pavimento como árboles gigantes repartiendo mensajes tendenciosos y maquiavelicos, invitaciones a adquirir cierto rasgo que nos hagan hombre de mundo; miradas, porte, frialdad, juventud, ideales; todo cuelga sobre el cielo esperando ser comprado en la tierra. Ahí debíamos llegar para con sólo levantar la vista ubicar esos arcos dorados que universalmente solo significan una cosa...

Después de subir y subir durante minutos que parecían interminables, tanto por la dificultad del trayecto como por el hambre que azotaba nuestros nervios, llegamos a un lugar que conocíamos y empezamos a bajar hasta encontrar la autovía, nos acoplamos a ella y comenzamos a fluir con la seguridad de estar a pocos metros de uno de estos los lugares más fáciles de encontrar en casi cualquier ciudad del mundo, una opción gastronómica que en su carácter de bunker globalizador aúna el sabor y el precio que conocemos desde niños y a los que nos acostumbramos a fuerza de ese vaya a saber qué al que nos tienen acostumbrados para convencernos de algo nuestros más recientes ancestros.
Un leve desvío y nos encontramos rodando sobre una ruta lateral por la que entran y salen autos de la vía principal, ya todos teníamos los ojos clavados en el objetivo cercano, la saliva corriendo desde los molares  hasta acumularse debajo de la lengua y amenazando con salir; eran los arcos dorados, era esa promesa que por conocida no dejaba de ser anhelada, deseada por cada sinapsis encargada de asimilar la información recolectada en las papilas gustativas.

A modo de paréntesis quisiera hacer una especie de paralelismo. Recuerdo la primera vez que besé a una chica, no fue especial por la chica en sí, no era el amor de mi vida en ese momento e inclusive no recuerdo haber hablado muchas veces con ella, mas bien fue especial por el acto, por descubrir ese vastísimo terreno que ofrecía esta entonces nueva forma de relacionarse a los sentidos y a la imaginación. En el momento debo haber sufrido uno de esos lapsus infinitos donde uno simplemente quisiera saberlo todo de una vez y asimilarlo de un solo bocado, saciarse como jamás podría uno saciarse cuando la curiosidad entra por una puerta hasta entonces desconocida.
El paralelismo puede parecer exagerado pero no temo a exagerar, este McDonalds en particular no fue el primero pero tuvo un efecto que desbarató toda la información que tenía sobre la franquicia hasta el momento.

Mientras encargábamos el pedido mi atención completa se fijó en la fuente de sodas. Con la mirada desviada pregunté al dependiente si el hecho de que dicha fuente se encontrara fuera de su zona de trabajo y dentro de la ruta que los clientes tomaban para dirigirse a sus mesas significaba que en frente tenía una fuente inagotable de gaseosa que proveería vasos llenos durante horas si así me lo propusiera. El dependiente me comentó que así era y entonces descubrí el hasta entonces inexplorado poder del re-fil. Un minuto y sobre las bandejas se apilaron hamburguesas y papas para cinco personas. Todos salieron en busca de una mesa, yo seguí parado frente a la caja y levanté la mirada para encontrar al dependiente, que dándome la espalda ya estaba en su camino hacia la cocina. Recalculando encuentro a la encargada chequeando algo en la registradora y decido proyectar mi duda hacia su persona "Disculpame" buscando sus ojos y agarrando la bandeja con ambas manos le pregunto "¿Me darías catsup y mayonesa?" Con solo mirarme me hace sentir especial como todo cliente busca sentirse especial en el acto del consumo. Ella hace parecer tan natural ese contrato implícito que existe para con el cliente, esa forma amena y sutil de coqueteo que da un plus invaluable al acto de la compra, que no hago otra cosa que mirarla pensando en invitarla a salir... el momento de pelotudez dura un segundo y salgo con estrepitoso escepticismo  de la fantasía que tanto la fuente de sodas como la encantadora encargada habían creado. "Los aderezos se encuentran frente a la fuente de sodas" puso una mano al lado de la registradora y sonrió; su sonrisa, esa maldita sonrisa socavando mi voluntad otra vez como lo hicieron sus ojos y la fuente de sodas, maldita sea! es un contrato implícito no una demostración de afecto! no seas idiota, no! no le agarres la mano, no!! Entonces tomé su mano con galantería y suavidad, la beso y digo "gracias..." la sonrisa en su cara trocó en mueca de extrañes ante lo sucedido, luego pasó a incredulidad y por último a algo parecido al asco. En estos casos no queda otra opción que seguir jugando, mientras me iba guiñé un ojo y me mostré contento aunque por dentro estaba tratando de atar cabos y entender qué demonios había hecho.

Llegué a la mesa, tomé mi vaso y fui a llenarlo a la fuente de sodas. Llenando el vaso seguía aún abrumado por lo recientemente vivido y olvidé todo lo referido a los aderezos hasta que casualmente entendí que a mis espaldas se encontraba la fuente de aderezos, si, fuente de aderezos. De un mueble tipo mesada larga salían pequeños grifos de acero inoxidable que al ser presionados emanarían una dosis del aderezo que mostraba el cartel ubicado detrás de cada uno de ellos. Era algo literalmente increíble, tan increíble que la fantasía otra vez se adueñó de mi y al sentir frío en mi mano derecha entendí que el vaso ya estaba lleno y el líquido comenzaba a derramarse por sus costado. Catsup, mostaza, salsa mexicana, barbacoa, mayonesa y otros aderesos se ofrecían con fotos de super producción, me hice con algunos de ellos y volví a la mesa.
Varias cosas se debatían mientras engullíamos, teníamos un compromiso en un lugar al que no sabíamos llegar y también debíamos volver a cambiarnos y otras cosas que alcancé a tocar de oído mientras miraba atónito y perdido dentro de ese cofre contenedor de hamburguesas que algunos osan llamar packaging, éste brillaba con el resplandor dorado que sólo el oro despide dentro de fantasías tipo tesoros piratas o maletines de rusos de mejillas cuadradas y barbillas duras como la de Ivan Drago. Era la hamburguesa más grande que había visto salir de la cocina de una de estas abrumadoramente universales franquicias, una McNifica como el mismísimo Ronald debe de haber mandado a hacer para él mismo; rodajas de un tomate cosechado por la décima generación de cosechadores de tomate de la familia más peliroja del condado de Luisiana, una lechuga tan fresca y crujiente como suave y acolchonada, pepinillos como bombas que explotan con cada mordisco llenando de sabor todo en un radio de 10 cm a la redonda, mayonesa como las hamburguesas de cumpleaños deben de chorrear y la amalgama de carne y otras especies a la que aún no podemos encontrarle el porqué de ser tan profundamente deliciosa. Di el primer mordisco y al instante agarré una papa, la unté en la pileta de aderezos que ya no me importaba diferenciar y mientras masticaba la engullí con descaro. Seguía masticando con los ojos cerrados y la frente alta como se alza la frente en un momento de esos donde se encuentra el infinito. Suelto una de las manos que sostenían la hamburguesa y alzo el largo vaso acercando a mi boca el popote... un trago largo termina de aunar el tridente celestial que vulgarmente es denominado McCombo.

Repetí la operación varias veces con ligeros cambios que en su mayoría significaban beber más gaseosa de ese vaso potencialmente infinito y terminé la comida con la misma sensación que tuve al terminar de besar a aquella chica por vez primera; necesitaba más, necesitaba conocer también los aderezos que no había probado, bañar las papas en mares desconocidos y seguir desentrañando ese misterio irresoluto de por qué esta fantasía era inabarcable y una hamburguesa terminada significaba necesitar otra por terminar. Misterios de la buena comida, misterios del amor, desesperante hedonismo a nivel romano.

Camino al baño lleno otra vez el vaso de gaseosa y luego evacuo la gaseosa de mi cuerpo. Como las normas de higiene moderna dictan me lavo las manos y al no encontrar papel de baño para secarlas me veo obligado a ponerlas debajo de esos viles artefactos que tiran aire caliente y que todos sabemos rara vez cumplen con su objetivo. Este aparato en particular exhibía una frase que precavía al usuario sobre la fuerza que caracterizaba al artefacto, "Feel the power" rezaba una calcomania que ocupaba todo el ancho del secador de manos. Lo accioné y fue inmediato e irremediable sentir el poder; vientos huracanados soplaban con furia sobre mis manos que los desviaban y los hacían chocar contra mi pelo que comenzó a flotar como si estuviese parado frente a un ventilador. No lo pude evitar, mientras la mano derecha se secaba en uno de los dispositivos accioné con la mano izquierda el otro y entonces en ambas manos tenía el puto poder soplando aire caliente a mil por hora, ondulando mi pelo y mi remera, metiéndome de lleno y definitivamente dentro de la fantasía de eterna juventud e interminable asombro que propone entre la inocencia y el sadismo el viejo McDonalds.

Ya era hora de irse, busqué mi chamarra y con el vaso en un mano salimos del recinto balbuceando bromas light rodeados de un aura de alegría que parecía interminable. Antes de llegar a la puerta vimos que la encargada se disponía a realizar una entrevista de trabajo sobre una de las mesas del local, la miré y ella me miró; nos miramos. Me acerqué con seguridad hasta la mesa y tomé su mano una vez mas, la besé igual que  la había besado antes pero esta vez su reacción fue diferente. Con suavidad solté su mano y la sonrisa que me dedicó fue el cierre perfecto de una fantasía sin fisuras como las que proponen este tipo de lugares, los cuales a veces logran vencer el cinismo y erigen palacios de mentiras deliciosas como almohadas de plumas y colchones rellenos malvaviscos esponjosos.

lunes, 25 de febrero de 2013

El desayuno es la comida más importante del día

"El desayuno es la comida más importante del día. El desayuno es la comida más importante del día. El desayuno es la comida más importante del día" repetía para mí mismo mientras el cuerpo se acostumbraba al movimiento. Conteniendo repentinos mareos, intentando enfocar entre la neblina que las lagañas formaban manteniendo mis ojos apenas abiertos y sensibles a la luz del día realizaba la obligada caminata al baño.
Me cuido de no dar de lleno en el agua del inodoro con el líquido de la primer eliminación de desechos del día; el olor a la cena inunda el recinto y me veo pagando la cuenta la noche anterior: Un taco loco y media torta de arranchera bien condimentada, un agua de piña con dos popotes. Arrugo la cara y tengo que volver a repetir la fórmula; "El desayuno es la comida más importante del día"...
Entonces abro la reja del pequeño condominio de departamentos donde vivo y me paro derecho en la vereda como desafiando al día, inflando el pecho desnudo cuyos vellos peina el viento salado y húmedo de este lugar; apoyando los puños sobre mis caderas, mirando directo al sol con los párpados hundidos y todavía pegajosos, sintiendo el ondular del pantalón rojo de fútbol que es la única prenda que visto en las mañanas de pereza; con un escudo en sobre el muslo izquierdo y el número diez en letras redondas sobre el derecho se convierte en el equivalente a una capa con superpoderes para lograr torcer los designios con los que el destino intenta manejar mi vida en días como este.

"El desayuno es la comida más importante del día" repetía ahora con muchísima más decisión, mucho más seguro de poder probar bocado y dejar atrás el cúmulo sobresaturado de sabores que colmaban mi esófago gracias a una noche entregado al pecado capital de la gula.
Una diagonal me separa del lugar donde todavía no sé qué iré a comprar y viene a mi mente una imagen que muestra a San Pedro sentado en un escritorio de madera finamente tallada delante de una reja apoyada sobre un suelo de nube, una reja blanca de esas que forman un arco puntiagudo en la parte de arriba. Lo imagino atareado sellando la suerte invariable y eterna de cientos y miles de pichones proclives a los excesos que forman en línea por kilómetros de tierra santa, todos acalorados por la proximidad entre cuerpos que la constante entrada de gente a la fila produce, imposibilitados de descomprimirse gracias a pequeños ángeles cobanis que flotan sosteniendo un tridente de oro con una sonrisa inocente y celestial sobre sus rostros, expresión que troca en arrugas sobre la frente y una sonrisa sarcástica de maldad llena de diente blancos y hoyuelos profundamente endemoniados sobre esos cachetes rosados y maliciosos cuando alguno de los pecadores intenta salirse de la fila; entonces el tridente choca con la carne y el herido no vuelve a salir de la fila y se cuida de no mirar de frente a ese pequeño angelito que flota a su lado como si nada pasara ni hubiese pasado. San Pedro está cansado revisando los papeles de los condenados que prefieren el infierno a seguir haciendo fila durante años. Entonces con gesto soberbio de asco se descomprime frente a él una mujer muy alta y flaca fumando un cigarrillo con boquilla; es hermosa como eran hermosas las mujeres en la década de 1920. Con un vestido negro muy apretado con cuello blanco amplio que forma una ve corta muy aguda sobre sus pechos de indefectible diva y un peinado tipo carré desigual se dispuso a escuchar la voz del potero celestial: "Pereza: Capital -San Pedro hace una pausa y decreta- quince años en el infierno" La mujer mira para otro lado y suelta una bocanada de humo con esa expresión de soberbia que el exceso de poder puede forjar. "Lujuria: Capital -Otra vez la pausa y decreta- veintitrés años en el infierno." Sin mediar reclamos sigue; "Gula: Capital, trece años en el infierno" y así enumera pecados, parando solamente para apretar el botón que abre el portón blanco cuando esporádicamente entra algún iluminado que no debe rendir cuentas con él y se a ganado el cielo de antemano, pasa chocando los cinco con los angelitos que lo reciben con una sonrisa de amabilidad etérea y despreocupada.

Caminé la diagonal y entré en el cervefrío (tienda de abarrotes mexicano). Las pequeñas góndolas tipo despensa no ofrecen nada que pueda valer la pena comer, todo son galletas transgénicas y artículos de panadería que harían llorar de la risa a cualquier aficionado a las medialunas de la tierra donde nací; lo harían llorar de la risa en su afán de evitar el llanto que merece esa visión melancólica del café de filtro humeante y una medialuna suave pero no esponjosa (crujiente como sólo el tocino es crujiente aquí) cortando las hipnóticas volutas de humo que braman desde la taza. El deseo se transforma en resignación cada mañana y cada tarde sin el fruto del antiquísimo y noble trabajo del panadero amigo.
Decidí llevar una de las galletas transgénicas no sin antes maldecir al sistema de alimentación mexicano en su conjunto por incentivar el consumo de este tipo de productos; y como desenfundando una pistola entre olas de arena desértica saqué un billete de a veinte de entre el elástico del calzoncillo y la piel que da comienzo a la zona denominada ingle. La mano caía sobre el mostrador sin peso por el desgano y la resignación cuando vi a un costado del mostrador una canasta, dentro de la canasta una medialuna y dentro de la medialuna fetas de jamón y de queso, pedazos de jalapeño y un toque de mayonesa. Cuando la quise recoger me di cuenta que apenas cabía en mi mano. Su tamaño sobrecargó mis sentidos y la nostalgia me oprimía las sienes; o acaso era mi sistema digestivo comunicándole a la mente que esa medialuna era un plan arriesgado y algo podía salir mal? "el desayuno es la comida más importante del día" repetí intentando darme ánimos.

Una vez comprada proceda a retirar el papel film que envuelve el alimento y calentar el mismo sobre el sartén. Vuelta y vuelta unos siete u ocho minutos y se la tira encima de un plato; colar el café y disfrutar de las oportunidades que ofrece un nuevo día.

Con el plato en una mano y la taza de café en la otra salí a un pequeño balcón que conecta la habitación donde duermo con el afuera. Al frente un edificio grande corta la mayor parte de la visual, a un costado casas bajas, y al otro, un apéndice del edificio donde vivimos imposibilita una visión panorámica de oriente. Abajo el cuadro solía ser bastante extraño. Desde el balcón podíamos ver una puerta que daba a una amplia galería frontal enrejada por la que paseaban regularmente su cuerpo diversas chicas de playa. Entraban a esa casa a tomarse fotos en poses provocativas y cuando salíamos al balcón con la suerte de que estén ahí abajo siempre pasabamos algunos minutos admirando el cuadro y pensando en ellas, recordándolas después tan alegres como posaban. A veces salíamos al balcón y estaban cruzando la reja, salían a la calle bailando y saludaban mientras se iban.
Cómo serán ellas cuando están solas? Cómo serán cuando van al baño? Cuando miran una película con Scarlett Johansson? Preguntas que me asaltaban en el afán de desentrañar el pensamiento de la mujer tipo diva urbana.
El problema es que hace semanas que la puerta está cerrada y nadie entra ni sale de ahí. Las innumerables tardes de aburrimiento perdieron uno de sus entretenimientos latentes y ya nadie se asoma al balcón en busca de aquella visión tan amena, esa forma despreocupada de ver pasar el tiempo aunque sea por un rato.

Pero otra vez a lo mío. Si bien la repetición del mantra "el desayuno es la comida más importante del día" apaciguó de alguna manera la bola de fuego que temí impidiera la ingesta de alimentos matutinos no fue fácil dar el primer trago de café y luego, sin siquiera darme tiempo a respirar, el primer bocado de medialuna que al bajar por el esófago junto al café expandió una onda inexorable de placer que como un ariete abrió camino a la libre circulación de alimentos por esa vía. Entonces maduró en mí una certeza, la de que el desayuno es como un segundo polvo de sexo rutinario; al principio la sola idea te estriñe la viseras y obviamente el pene, pero cuando uno comienza a practicarlo recuerda ese placer intrínseco al acto que abre la rigidez de las costumbres al reino insondable de la expresión humana donde los sentidos le descubren a uno que ninguna sensación es como se suponía era.

Entonces el balcón, el viento fresco del mar y el café; la medialuna perdiendo queso derretido de entre la escisión donde descansan los alimentos que la sazonan. Extasiado de placer culinario bajé la mirada hacia la casa del fotógrafo sin esperar nada, cuando sorpresivamente encontré algo, encontré una chica haciendo palmas para ser escuchada del otro lado de la reja, del otro lado de la puerta donde otrora posaban las chicas de playa. Aunque esta que veo ahora no es como las otras chicas de playa, si bien su belleza no tiene nada que envidiar a ninguna de las que hemos visto pasar por ahí, ella es más bien hippie; algunos mechones de pelo chamuscado, prendas holgadas en color púrpura y aros amplios tipo atrapasueños avalan la suposición.

La comida pasa hasta el lavarropas estomacal y viaja por las tripas comprimida, desmineralizada y absorbida; transfomada.

El café se está enfriando, tomé muy poco y la brisa le sopló de más; o es que pasó mucho tiempo desde que la niña hippie empezó a golpear las manos y a gritar para que le abran y yo no me dí cuenta. De la medialuna sólo queda una de las puntas que no pude comer y los restos descascarados que se cayeron al morder y rasgar. Abajo la desesperación crece, la niña hippie se impacienta por no encontrar respuesta desde dentro de la casa, parece ser demasiado imprescindible entrar, la veo ponerse muy nerviosa, hincarse los costados de la cabeza como si hubiese una respuesta correcta para desatar este meollo y ella siguiese sin poder encontrarla. Flexiona las rodillas y procede a masajear sus sienes (gesto universal que denota la realización, o al menos el intento, de un acto de telepatía) con la suavidad impuesta que logra el control de las emociones en estados alterados. "Es un comportamiento típico, una performance universal de la especie de hippie que puebla las costas turísticas del mundo entero" pensé al verla intentar realizar un truco de poderes mentales que muy difícilmente funcione a alguien. Y lo siguió haciendo, cada vez más fuerte y más nerviosa, agachándose hasta juntar las rodillas con la frente. "Tu realismo mágico no me conmueve, me aburre como el gesto trillado que es" dije para mis adentros "eso es ser ingenua, eso es traficar con la inocencia!" comencé a enojarme de aburrido nomas, al estilo abuelo mirando la fórmula uno. Entonces algo pareció cambiar, la vi levantarse con los dedos todavía sobre los costados de su cabeza y cambiar la semblante como si realmente hubiese habido una solución y ella acabase de econtrarla. Iluminó su cara un halo de paz y dio media vuelta para buscar algo del otro lado de una pirca de cemento que servía de soporte para la reja. Lo siguiente que vi fueron sus manos manipulando la cerradura. Abrió la puerta de la reja y cruzó la galería, sus mechones de pelo chamuscado flotaron hasta la puerta de entrada donde manipuló otra cerradura que la hizo entrar en la casa; ¿por medio de una práctica cuasi legendaria y en desuso? Siempre tendré la duda, siempre habré de preguntarme si con la suficiente desesperación o concentración se podría retomar, hoy por hoy,  una performance que nos haría trascender nuestro estado terrenal, y por supuesto ahorrar tantísima lana en telecomunicaciones a no ser que le hayas hecho caso a esta publicidad y ya estés ahorrando http://www.youtube.com/watch?v=H4QbCi6Hx9g

lunes, 3 de diciembre de 2012

Di lo olivare

Ha!! el placer de sentarse y ser atendido... Todos en la península lo conocemos en mayor o menos medida, lo utilizamos con mayor o menor frecuencia y es un vicio que resulta insostenible para los recién llegados y carentes de trabajo fijo en estas latitudes como nosotros.
Cuando sólo el invierno dictamina que la noche ah de caer llegamos al lugar y nos sentamos sobre altas banquetas de madera, apoyamos nuestros codos sobre una mesa hecha de la misma madera que las sillas y nos miramos fijo con ojos famélicos y errantes.

_ ¿Milanesa?  Pegunté y esperé a que mi compañero me haga algún gesto que confirme la predecible coincidencia de nuestros deseos culinarios. Lo hizo, así que alcé la frente, miré al cantinero, mostré dos dedos y modulé con exageración para que no hubiesen dudas sobre lo que estaba pidiendo.

_M-I-L-A-N-E-S-A...

La cantina se llama La Porteña y al cantinero de algún modo lo conocemos, creo que es un argentino que habla como italiano, o un italiano que compró una parrilla argentina, o un mexicano que vivió en Italia y le compró la parrilla a un argentino; en realidad eso no importa, lo cierto es que sin mediar palabra puso manos a la obra y desde atrás de su barra, la que divide la clientela de la cocina, mandó de inmediato a freír las dos porciones de milanga y cortó los panes sobre los que ésta reposaría.

Qué bien se siente ahora esperar y planear cómo se cometerá el crimen contra la vaca muerta... imaginar combinaciones y posibles desenlaces para una historia que espero termine con un bufido de placer y una mano sobre mi panza, por entonces hinchada y rebosante . Entonces maquino y achico los ojos, muevo las pupilas de derecha a izquierda y pienso...

_Creo que tomaré el chipotle y sazonaré el interior de la torta hasta que parezca que la vaca murió de veinte puñaladas; tomaré la salsa verde y con ella formaré el prado sobre el cuál la vaca pereció. Por último, y ya con lágrimas en los ojos, cerraré el sarcófago y mis manos llevarán el cuerpo a su última morada, al descanso eterno entre jugos gástricos y un intrincado laberinto intestinal para luego volver al mundo transformado, aunque de eso prefiero no hablar para evitar cerrar estómagos delicados...

El silencio hace patente la carencia de energías debido a un hambre voraz, entonces no queda más remedio que esperar, y esperar es sinónimo de padecer. Estuvimos así callados por más de quince minutos hasta que el cantinero salió de atrás de la barra con los dos sándwiches; y aún después de que los posara sobre la mesa parecíamos dos monjes tibetanos consagrados a la reflexión silenciosa mientras procedíamos con el plan que cada uno urdió para condimentarlo. Sorpresivamente dimos el primer mordisco, calma y desesperación de nuestros caprichos, al mismo tiempo.

Ahora no veo nada, mastico con los ojos cerrados y el sabor me transporta a una latitud universal de alimentos cuyo sabor alcanza el 110% de sus capacidades, donde cada ingrediente explota formando un todo que lo hace a uno tocar una porción sintética del cielo con la punta de la lengua; estoy seguro de que si existiese en algún lugar una isla llamada McDonalds, este sándwich hubiese sido arrancado como fruto autóctono de uno de sus árboles más preciados...

Otra vez abro los ojos pero sólo para poder calcular la próxima mordida, cuando, desenfocada detrás de la torta, veo acercarse toda la belleza atemporal de una chica a la que conocemos poco pero saludamos mucho. Ojos marrones que humillan el clliché de belleza que imponen en nuestros días los ojos claros y una nariz tan fina, llena de pecas que se distancian y aclaran hasta desaparecer entre pómulos que son tonos perfectos del acorde que forman sus facciones todas... A medida que se acercaba comprendía haber visto esa belleza en otro lugar; en olivares italianos quizá, pensé, en películas de época donde, a espaldas de su gordo y celoso padre, su amiga y ella trabajaban y se confesaban coqueteos secretos con los jóvenes arrogantes y engominados casanovas que querían cortejarlas; cortaban aceitunas e imaginaban sus cuerpos vestidos de blanco, un altar y al párroco del pueblo, luego a su padre desenvolviendo el pañuelo que cobijaba su más amado objeto, el bufoso, el cuál pasaba a pertenecerle a su marido para que la cuide ahora que su padre no podría hacerlo más.
Su imagen fue lo único que puedo abstenerme de dar el segundo mordisco y esperé a que se nos acercara aún más.
Nos saludamos, trabaja al lado de donde estábamos comiendo y como nos veía seguido comiendo ahí en la Porteña nos preguntó, sonriendo como uno de los ángeles tallado en mármol en la basilica de San Pedro, si nos gustaba mucho ese lugar.

_Y si -dije con apenas una mueca de felicidad- siempre que nos podemos dar un lujito venimos...
Respondí sin pensar, y al hacerlo me invadió un calor que me hizo entender que el lujito del que estaba hablando era una torta de 50 pesos mexicanos y ni siquiera había podido pagar una gaseosa para pasarlo; cualquier pretendiente que ella pudiera tener sería capaz de rolar un porro con un billete de 50 pesos y fumárselo sin toser.

No hubo que esperar mucho para ver su reacción, hizo una mueca entra la lástima y la risa y preguntó si esos eran nuestros lujitos. Encorvado, sosteniendo el sándwich con las dos manos a medio camino entre el plato y mi boca y con cara de perro que fue sorprendido hurgando en la basura me limité a asentir con la cabeza mientras ella seguía sonriendo y se daba vuelta, nos daba la espalda y nos saludaba con el dorso de esa hermosa mano derecha en la que algún día un casanova pondrá el anillo que la sacará de los olivares y por ende de nuestras vidas hasta que la muerte los separe y aún después. Quedé desconcertado y con la boca abierta, lentamente subí la torta y dí el segundo mordisco; toqué el cielo otra vez.



FanPage: http://www.facebook.com/Santatripa

domingo, 4 de noviembre de 2012

Totopos

Tuve una idea que implicaba tocar cosas que no debía tocar. Cómete esos totopos y morirás!! O, mejor dicho, cómetelos o morirás!! Como si fueran de nadie cómetelos, por que el precio se lo paga después o quizá ni siquiera se lo termina pagando; aunque cualquier zorra karmadicta quiera decirme lo contrario yo ya estoy bastante convencido y acepto como destino comerme estos totopos sin esperar reprimenda alguna. Me propongo hacer como si nada hubiese pasado, van a llegar todos y no voy a tener excusas ni me voy a reír, solamente me voy a mostrar indiferente; por que podría romper la bolsa vacía y tirarla cerca de la cucha del perro, decir que yo estaba tranquilo escribiendo en la habitación cuando bajé a ver si los totopos estaban donde los habían dejado y me di cuenta que el perro se los había comido; ami no me daba bronca por que yo no los quería comer, los quería cuidar por que capaz ustedes sí los querían comer y volvían con el quesito y la paltita y pucha che... los totopos no están más. Pero esas excusas son para putitos, el que quiera totopos que vaya a comprar más y al que le joda que me los haya comido que venga a pelear, las cuentas las arreglamos acá y no con el mercenario mediador del señor.
  Si me apuntaras con un arma y me dijeras "Cómete esos totopos!!" yo no los comería, los masticaría y los escupiría en tu cara de maleante dejándote temporalmente ciego, lo suficiente como para levantarme de la silla que habías atado a mis espaldas y tratar de correr hasta donde pueda prender una hornalla con los dientes y quemar la silla, esperar a que se queme la soga, liberarme; mirarte dando tiros al bulto, tratando de sacarte los totopos de los ojos. Después voy a caminar piola hasta sacarte el arma, abrirte la puerta y patearte el culo en la verja para dejarte tirado en la vereda; por último buscar mostaza, comer totopos, limpiar el desorden de la silla, salir de casa, vender el arma, comprar más totopos, volver a casa para comerlos y eructar tocándome la panza como un gitano que vuelve de concretar una chafa.