Fue un
viaje poco común en el cuál recorrí una gran cantidad de kilómetros velados a
través del vasto continente americano. Fue extenso pero objetivamente breve, tedioso al
mismo tiempo que animado; plagado de comida universal, abordaje y espera;
comida universal, abordaje y espera. La tónica siempre fue la comida y la
fórmula no paró de repetirse.
¡Flashback!
Estoy en el
aeropuerto de Córdoba, esperando con mi familia. Mi hermana, su novio, mi
madre, mi padre; todos míos, cada gramo de su atención recaía en mi partida, la
cual, para mis adentros y sólo para mis adentros, sabía que no estaba del todo
asegurada. Todo se pone dramático de repente, mi estómago empieza a revolverse
ante la expectativa, así que para distender fui a comprar preservativos, que en
México son mucho más caros, y además allá cogía mucho más que acá, digo, me
pareció una buena idea. La farmacia era un Farmacity; malditas cadenas
avasalladoras, malditos empleadores hijos de un demonio europeo de mil años de
antigüedad, un demonio aburrido y de cuernos gastados que toma viagra para
poder seguir cogiéndose a la porción de humanidad que le corresponde por
contrato, un contrato que guarda celoso en su cueva como el tesoro más preciado
que alguna vez pudiese poseer. Bueno, entré al Farmacity y tomé cinco cajas de
preservativos de la góndola (no puedo creer que en una farmacia existan
góndolas hijos de mil puta), las pagué y me di cuenta que eran saborizados.
Pensé a qué universos de sensaciones nuevas podía este tipo particular de
preservativo llevarme y me di cuenta que me eran totalmente inútiles. Siguiendo en mi debate personal me
fui a saludar, me fui a irme de mi casa otra vez… o al menos eso es lo que yo creía.
Entonces
era de tarde y ya estaba en tránsito, disfrutando de los goces de estar en el
aire, disfrutando del servicio a bordo como nos recomendó el capitán a través
del altavoz del avión. Una pequeña merienda compuesta de galletas saladas,
alfajor blanco y galletas de chocolate eran el tentempié que nos ofrecía la
aerolínea. Decidí acompañarla con una lata de cerveza basándome en esta especie
de pacto mersa para conmigo mismo que reza siempre, pero siempre que vueles,
beber alcohol; por el placer, por los viejos tiempos, por la vieja y querida
época dorada de la aviación, cuando se podía fumar
en la cabina y las madres solteras no podían siquiera soñar con trasladarse de
New York a Toronto en un par de horas. Entonces el volar era una fiesta sin
ética ni moral en la que se regocijaban hombres y mujeres bebiendo, hablando y
fumando, ellas de cigarros colgando de largos pistilos, ellos chupando habanos
enormes que algún viaje de negocios exitoso les habrá dejado como recompensa.
“Oye niña, un poco más de whisky” (Las
azafatas no tenían voz de mando y el cliente siempre tenía la razón) “Sepa
disculpar señor pero se nos ha acabado” –El hombre se pone rojo de la ira y
tanto la aeromoza como la hermosa mujer con vestido de encaje y peinado de
última moda en París que viajaba a su lado saben que esto se va a poner feo. El
tipo toma un extraño respiro con el puro aún en su boca, y fingiendo calmarse
se dirige a la aeromoza- “Disculpe usted señorita pero he interrumpido una
hermosa plática con esta –una pausa y una mueca de sonrisa en su boca- hermosa
muchacha para poder pedirle que sea amable y me traiga un vaso de whisky. He
también pagado un dineral por estar sentado aquí y lo que obtengo –ira otra
vez- es esa mueca de muchacha sureña sin educación, idiota y sin experiencia en
la vida que emana de tu cara de mesera de salón, así que si no quieres volver a
ser nalgeada por todos los borrachos de nevada sé buena niña y consígueme un
poco del whisky que toma el capitán o pídeles a alguno de los idiotas de tus
compañeros que devuelvan al menos una de las botellas que se están robando los
muy tacaños imbéciles –se dio vuelta para seguir su hermosa plática con la
hermosa mujer a su lado pero entonces decidió seguir el monólogo un poco más,
sólo un poco más para dejar en claro el punto que estaba tratando- Y la próxima
vez que alguien te pida whisky, por favor entiende –hizo repiquetear su dedo
índice sobre la frente, replegada en sucias entradas llenas de lunares y
manchas de vejez en la piel- que es porque ese alguien lo necesita, es porque
tiene que pasarse cuatro horas sentado, mirando nubes sin hacer nada más que al
menos intentar coger un buen culo –señala con disimulo a la hermosa muchacha
del hermoso peinado- para darle sentido a estas horas vacías de vida que nos
representa el volar.
Ella lloraba desde hacía al
menos siete renglones atrás pero jamás dejaba de sonreír.
Pfff, qué tiempos… la
Golden age de la aviación.
Entonces, terminada la
merienda es turno de bajar del avión. Y bienvenidos a Buenos Aires, colectivo,
casa rosada, puerto madero, de repente noche y por fin Ezeiza.
Tomé un carrito y entré a
un aeropuerto vacío. Eran las 10 p.m. aproximadamente y mi vuelo salía a las
4:20 a.m. En los mostradores de las aerolíneas no había
gente, no habían clientes apurados ni niños gritando o pateando a sus hermanos
por el aburrimiento; tampoco estaban esas mujeres de mundo con sus labios rojos
y sus graciosos corbatines dentro de sus graciosos uniformes de la empresa a la
que sirven, con su graciosa forma de hablar y sonreír al mismo tiempo como si
realmente estuvieran disfrutando de atenderte, como si un cliente fuese un par
perdido en el tiempo y el espacio, llevado a ese mostrador gracias a un acto
karmático divino que une a cliente y empleado en una cosmología otrora
antagónica, calentando sus almitas ahora encontradas en un halo de ensueño
rosado lleno de espuma y champagne. No había nadie y mi esperanza de matar el
tiempo parecía formarse un caparazón inquebrantable, las horas muertas por
delante parecían un prado inmenso sin un árbol, mucho menos una casa por
delante; puro verde universal y aburrido por desandar.
Caminé apenas unos pasos,
desganado, desencantado: “Un amor real es como dormir y estar despierto; un
amor real es como vivir en aeropuertos” decidí que sería el soundtrack de las
próximas horas, las cuales debería vagar en ese recinto sin tiempo ni espacio,
lleno de nada, sólo artículos universales en venta y esos intentos de productos
regionales sobrevaluados y de una calidad paupérrima, solo disfrazada gracias a
los enormes esfuerzos del diseño gráfico que me daban comezón en la espalda de
sólo mirarlos.
“¿Otra vez tanta tragedia?”
pensé; para que luego, acto siguiente, abriéndose entre el paso transversal de
dos turistas con carros a tope de bolsos embalados y abrigos mal acomodados,
pudiese yo divisar la antigua y celestial “EME” dorada, “EME” forjada por un Zeus
aburrido de la perfección olímpica que dictaminó con su voz grave y tonal las
bases de un nuevo orden “¡Admirad! ¡Un nuevo molde que hará de la raza humana una
raza de seres unidos en un solo sabor! ¡Una nueva torre de babel se erige sobre
los cimientos de uno de los sentidos más desarrollados; el sabor! ¡Éste será un
sabor que los hará uno! ¡Sedentarios, gordos, babosos y asquerosos pero unidos
al fin!” Tomó un respiro este dios, liberó las vías respiratorias y empezó otra
vez con la parte más fina del plan, la que hace que los proyectos se
materialicen y no queden en una exhalación de genialidad ebriatica (si es que
la palabra existe). “¡Pondremos sucursales en las principales capitales y la
gente las visitará desde cada rincón del planeta. Fijaremos un precio universal
tasado en la divisa corriente del tiempo que a la sociedad le toque vivir y lo
respetaremos sin importar dónde o cómo lleguen nuestras deliciosas comidas.
Luego llegará el día en que seremos los encargados de la alimentación en todo
el globo, cobrándola en los impuestos anuales y entregándoselas a los
terrícolas en sus casas cada día, en cada pueblo, ciudad o gran urbe. Un niño
de gorra, granos y modales torpes tocará cada una de las puertas de casa,
chozas o cavernas donde alguien viva y ese alguien lo recibirá con los brazos
abiertos y los ojos saltones por la abstinencia… ejemm, digo, por la emoción de
recibir al único proveedor de comida del mundo; el dueño por derecho de la EME
dorada, la torre de babel que los unirá como una sola nación!!! el emporio Mc
Donaaalds!!!!”
Y bueno, sucumbí con la
emoción que sucumbo siempre ante esta maravilla de la ingeniería culinaria.
Decidí pedir, basándome obviamente en la premisa precio/calidad, el combo más
emblemático de la franquicia: Un Combo BigMac.
Fui a sentarme. Extrañamente escogí un lugar en una
barra con asientos altos clavados al piso, extrañamente volteé para ver que
detrás de mí estaba, extraña y diagonalmente extendido, un hombre con la mano
izquierda enyesada, estirada sobre la mesa y la cabeza apoyada al lado. Varias
bolsas lo cubrían, desparramadas entre los asientos y hasta sobre su cabeza
refugiándolo en ese cubículo formado por dos sillones verdes enfrentados y una
mesa naranja que lo dejaban descansar en esta especie de recinto tipo
hamburguesería de los 50’s mientras esperaba el vuelo quién sabe cuál hacia
quién sabe dónde. La imagen proyectada era la de un homeless en nowhereland, un
mendigo con sus bolsas y su carro que quedó anclado en un espacio de tierra sin
bandera ni credo. El más exiliado de los exiliados, el más outsider de los
outsiders, un tipo sin tiempo ni espacio, que noble…
Y entonces apareció una empleada del local de comida
rápida y empezó a limpiar las mesas que estaban libres. Miré a la mesa de este
hombre y vi que no había nada que indicase que hubiera consumido algún producto
de los que vende la cadena y temí que lo sacaran abruptamente de su descanso
por eso, recuerdo que pensé “personas con menos alma que esos que levantan de
su siestita a un linyera.” Policías y vecinos aburridos, viejos del corazón.
Obviamente este tipo no era un linyera, me di cuenta porque no tenía un
sobretodo sucio ni pelo ni barba de semanas sin bañarse… hay que prestar
atención antes de juzgar, no?
En fin, la comida estuvo tan buena como esperaba y
estire el momento de terminarla tanto como pude ya que por delante tenía una
larga espera. Mi amigo el linyera se quedó donde estaba; ah, cierto que no era
linyera, no tenía el sobretodo ni la barba… bueno, mi amigo el del yeso se
quedó en su mesa durmiendo y yo decidí sentarme más cerca de los mostradores
desiertos a esperar que se decidiera mi suerte, ya que la situación era un poco
más complicada que presentar el pasaporte y recibir el pase para abordar, había
un detalle que revolvía el McCombo en mis tripas y no lo dejaba estancarse ni
salir; sólo podía seguir saltando entre mis jugos gástricos y las últimas
comidas ingeridas (el alfajor blanco, la cerveza, las tres galletas de
chocolate, etc) aún no expulsadas de mi cuerpo.
El tiempo pasaba y lo único que veía aparecer cerca de
los mostradores eran docenas de asiáticos confundidos. Siempre buscando algo,
siempre achicando sus párpados para fijar la atención al punto de no saber si
están caminando dormidos o es que pueden ver algo entre esa pequeñísima ranura
que les quedará para que la luz entre y se transforme en imagen en sus cerebros;
siempre señalando algo más allá, como si al fin hubiesen encontrado eso que
buscaban, gritando cosas como “Yiashininmá!” y otro le responde “Yiahú!” en esa
incansable búsqueda de la eternidad que son sus vidas. De a poco empezaron a
aparecer también los encargados de la limpieza
del lugar y algunos de los empleados de la aerolínea preparaban el
sistema para abrir los mostradores y empezar a atender a la gente.
El vuelo estaba programado para las 4:20 am saliendo de Ezeiza con destino a la ciudad de Lima. El McCombo hacía cada vez más ruido, y a medida que se acercaba el momento de pasar al mostrador, mientras se formaba la fila de los híper anticipados y los de limpieza terminaban de poner en orden todo el vallado yo pensaba que ahí se decidiría mi suerte, ya que existía la posibilidad de no poder viajar, de tener que dar por terminado mi viaje en ese momento. Al no tener un pasaje de vuelta a mi país podían negarme la posibilidad de embarcar, al no poder demostrar que del punto “A” al punto “B” había un regreso al punto “A” u otro viaje a un punto “C” podría quedarme boyando entre estos puntos, en el aire y en aeropuertos, de ida y de regreso y confundiendo los circunstanciales de tiempo hasta volver a poner los pies sobre la tierra que significa adherir a leyes y permisos y vida que, a cambio de gastar dinero, se puede mostrar pero no se puede vivir.
Al acercarme a los mostradores focalicé y relajé mis pulsaciones hasta enfriarlas por completo, me dirigí a la ventanilla y con un gesto amable saludé a la recepcionista. Obviamente ella me saludó súper cordialmente, intercambiamos nimiedades totalmente olvidables y devolviéndome mi pasaporte y mi ticket de abordaje me deseó que tuviese un hermoso vuelo. Solo diez segundo después estaba en el baño, internado, dejando salir todo lo que los nervios habían retenido y revuelto.
Pasé a sala de embarque, me saqué una selfi y festejé
en silencio mientras esperaba que llegase el avión
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