domingo, 13 de abril de 2014

Tránsito

¿Es que ya estoy vacacionando? ¿Es que estoy en un purgatorio lleno de gente confundida que olvidó si iba o venía, si fue y está volviendo o si pensaba en irse pero perdió el avión que lo llevaba a un lugar que la aerolínea no pudo volver a encontrar en el mapa?
Mi cabeza se sacudió al caer sin peso durante un segundo en que quedé abatido por el sueño y la confusión de volver a la realidad fue exacerbada por el panorama desolador que me rodeaba.

Todavía quedaban otras dos horas para salir y no sabía con qué entretenerme.
Las horas eran fardos rodantes en un paraje desértico del lejano oeste. Fardos sorteando el inmenso horizonte que de lomas lejanas a lejanas lomas llega, infinito tierral de nada a nada.
Entre la tierra en suspensión como una bruma asfixiante y la sed de placeres mundanos que una posible cantina podía satisfacer, lo cual significaba bajar del caballo y ahogarse en la excesiva liviandad que se sentía al dejar de viajar, yo miraba unas pantallas que a lo lejos mostraban imágenes de goles y jugadas curiosas de la tercera división del fútbol argentino. Todos aquellos jugadores que jamás se han abrigado al calor artificial de una botinera, que juegan por demostrarse que se puede; que, como escuché una vez a un viejo de sobretodo raído y barba desprolija gritar desde una tribuna del Club San Lorenzo de barrio Las Flores: “Juegue, juegue Mariano!! que lo que le des al fútbol el fútbol te lo devuelve!!” Gritaba el hombre con seguridad, firme en su discutible convicción. Después, menos de diez segundos después, casi con lágrimas en los ojos gritó otra vez y pareció que la voz se le rompería: “Mariano, -levanta una mano al cielo como pidiendo o agradeciendo, no lo sé- … lo que le des al fútbol el fútbol te lo va a devolver, juga querido, juga!!” El tipo empezó a llorar y yo no sabía dónde meterme. Despacio y de canuto me fui corriendo de su lado dejándolo con la mirada perdida en la zona central de la cancha pero sin focalizar en nada en particular, solamente la nada de ese espacio donde la realidad y la fantasía prometen, dan y quitan sin lógica ni cordura.

Pero después de cinco minutos intentando ver jugadores como pixeles e intentar adivinar dónde estaba la pelota en esas pantallas ubicadas por lo menos a 20 metros de donde estaba sentado, la actividad terminaba por  volverse aburrida, y otra cosa que podía hacer era mirar a los que estaban por mucho en una situación peor que la mía. Padres con niños exuberantes de energía, niños que corrían y padres que no tenían más remedio que correrlos, niños que saltaban y padres que no tenían más opción que agarrarlos, niños que querían y padres que no tenían más energías para hacer otra cosa que comprarles lo que quisieran. Entonces se abrió ante mí una lógica terrible que me permitió ver de cerca las tretas que estos pequeños seres maquiavélicos (entre los cuales me cuento cuando infante) urden para todo el tiempo obtener todo lo que quieran, sin mesura ni moral de por medio.

La escena es la siguiente:

El niño se encuentra ofuscado, molestísimo con la reticencia de sus padres a jugar con ellos. Entonces el niño realiza un pequeño acto maquiavélicamente cargado de ternura en el cual no le importa quedar en ridículo, no le importa hacerse pasar por bebé, no le importa nada más que lucir excesivamente tierno, dejando al primogénito en una posición rarísima. Éste, sin poder evitar reír, no puede hacer otra cosa más que abrazarlo y jugar todo el tiempo que haga falta con el divino fruto de su vientre o de su esperma que es tan mono y tan hermoso… tan hijo de puta.
Los he visto caer por docenas durante las horas que tuve que esperar en esa sala. Padres que, presos de ese rapto de ternura, invitan a sus hijos a jugar, a compartir un momento de recreación familiar sin saber que estas pequeñas bestias no quieren compartir nada, quieren que seas su esclavo y que juegues con ellos a lo que ellos quieran bajo sus propias reglas y hasta que ellos quieran, sino amenazan con llorar y hacerte pasar un momento por demás embarazoso.
Entonces empiezan las actividades y tanto padres como niños están sonrientes los primeros dos minutos (las unidades de tiempo son mínimas cuando se espera) disfrutando al máximo de este hermoso momento que la vida les regala. Pero el cuerpo de los padres se cansa y la increíble obstinación de los niños por querer hacer exactamente la misma actividad durante lapsos larguísimos de tiempo sin aburrirse termina por cambiar la cara de sus padres de “Paseo en el parque” a “De compas en el súper mercado” terminando después de diez minutos en “Padeciendo un ataque de claustrofobia en un ascensor fuera de servicio”. Lo mejor es el momento en que aparece el peor enemigo de la clase media: ese poquito de sudor molesto que aparece casi pidiendo permiso en la frente y debajo de las axilas, ese sudor que se emana tímido dejándonos en evidencia animal en estos lugares taaaan civilizados; un fenómeno tan natural y tan indeseable que logra llevar la cara de esos padres directamente al nivel “Me caí en un pozo negro y siento gotitas de caca en la cara”.

Pero eventualmente todo termina aburriendo así que busco consuelo para mi apuro mirando afuera y veo los aviones despegar, imagino accidentes aéreos en los que siempre me salvo, imagino cómo lo haría por si llegara a suceder y me maldigo a la mitad de la visión por ser tan estúpido de pensar que realmente me podrían suceder esas cosas, y en el caso de que sucedieran, pensar que realmente sería tan afortunado de salvarme si se desprenden los pedazos del avión y la gente volara de sus asientos directo al cielo, si se quemaran partes de la aeronave más adelante mientras sigo aferrado al asiento sin gritar. Luego cayendo al vastísimo océano, a rincones recónditos donde no se pagan impuestos y no hay representantes de la aerolínea que te puedan ayudar con los inconvenientes que vayas teniendo, inconvenientes del tenor de: “un tiburón me quiere morder” o “Mami, ¿acá no hay delfincitos para jugar? Quiero jugar con un delfincito” que alguna niña pequeña le plantea a su madre mientras  ella le dice, ocultando sus lágrimas, que todo esto es un juego y que están en Disney y que ya aparece Mickey pero mientras tanto hay que esperar tratando de que los animalitos no te toquen y si te quieren tocar tenes que patearlos en la naricita para que se vayan lejitos y ni se te ocurra tocarlo si aparece el delfincito porque te puede sacar un dedito.

En fin, el tiempo pasó y el avión llegó; subí, saqué la colcha y eso para taparse los ojos y dejé que el sueño hiciera el resto.

Apenas perceptible entre un sueño en que era un jugador de fútbol de la China comunista y los ronquidos de la señora que viajaba a mi lado logré diferenciar los sonidos de la vajilla contra la cerámica, el líquido acumulándose en los vasos y el tintinear de las pequeñas copas donde servían el vino. Me levanté y la aeromoza me preguntó si quería comer. Entonces extendió ante mí una bandeja que me decidí a disfrutar con todo el cariño que de mis papilas gustativas recién reactivadas podía disponer. “Quisiera algo para tomar el señor?” Dijo una aeromoza de delicadas cejas y rasgos finos como la porcelana. Ella sonreía, yo intentaba abrir más mis ojos al tiempo que le pedía que me sirviese un vaso de vino, por favor. El líquido llenó la pequeña copa y pedí también un vaso de soda con objeto de lavar el sabor a “recién me levanto” que queda al volver a la vigilia luego del sueño profundo.
En los auriculares sonaba música funcional tipo jazz contemporáneo y, al destapar el papel metálico que cubría la cerámica que contenía la comida, un hongo de vapor subió decorando el panorama del reducido espacio de acción que la aerolínea dispuso para mí. Me recliné sobre el asiento, cerré los ojos y disfruté un poco del idilio antes de entrar de lleno a la realidad, que es obscena con respecto a la idea en estado puro, y que significaba rasgar carne con los dientes y procesarla mediante un sistema complejo de jugos y movimientos asquerosos e involuntarios.
Entonces desenvolví los cubiertos y me dispuse a comer con la mayor sutileza que me era posible. Cortaba, desplazaba y mascaba fragmentos de memorias literarias, momentos cinematográficos como la escena en que el comandante Hans Landa visita a Perrier LaPadite en “Bastardos sin gloria”. No la escena en sí, pero en esa carne en su jugo sentía el viento de ese prado de la campiña francesa sobre la frente; en las judías mezcladas con zanahorias y papas podía visualizar y hasta oler el interior de la casa del señor Perrier LaPadite un domingo en el que sus hijas hubieron de cocinar una enorme fuente de estofado para ellas, su padre y la familia escondida en su sótano (razón por la cual al comer las judías pensé en esta escena, quizá) con una medida de amor y paciencia que convierten cualquier plato o receta en un irresistible desenvolver de sensaciones de cariño pleno que llena tanto tripas como corazón.
Corté a la mitad un pequeño bolillo de pan y le puse mantequilla, tuve la inesperada necesidad de pedir un vaso de leche pero me contuve y seguí comiendo, seguí comiendo hasta terminar por completo el plato y disponerme a comer el postre (una especie de brownie crocante) y entretenerme con alguna película en la pantalla de veinte x veinte cm que tenía frente a mí.
Ahh! Vince Vaughn y Owen Wilson, qué dúo entrañable!! Son, junto con Jonah Hill, mis actores preferidos de este hermoso género cinematográfico que gusto en denominar “cine de tránsito”. “The internship” me obligó a pasar por todas las estúpidas fases por las cuales uno navega con conocimiento de causa al ver estas comedias tan predecibles como adorables. Y al terminar de ver la película, y ya habiendo comido todo lo que me sirvieron, tuve la inequívoca sensación de que se acababa de explotar la burbuja en la que estaba cómodamente sumergido rebosante en plenitud. Recordé la comida e imaginé cómo manipulaban genéticamente las judías, cómo fumigaban desde el cielo los campos donde crecían las zanahorias, imaginé las papas en un bowl en medio de una gran mesa blanca en una habitación blanca llena de personas en trajes negros y científicos en batas blancas debatiendo sobre los pros y contras de tal o cuál forma de crecimiento y desarrollo del tubérculo. Imaginé mi plato de comida criogenizado y luego vuelto a la vida en hornos de microondas, inflado y suculento sólo después de haber probado la muerte como un Lázaro del reino culinario. También me sentí un imbécil por no haber podido evitar sonreír (y cuando digo no haber podido evitar sonreír significa que realmente los músculos de mi boca no respondían cuando intentaba comprimirlos y seguían extendiéndose hacia los costados como una banda elástica que parece estar a punto de romperse) como una quinceañera mientras veía el evidente final de esta comedia protagonizada por mi dupla preferida en la que se manejan sin reservas para con absolutamente todos los lugares comunes que una comedia puede tener.
Decidí pedir un vaso de whisky, leer dos páginas de un libro tan interesante como complicado y esperar que el sueño me habilite a consumir el tiempo restante de vuelo.

Desperté y bajé del avión, esperé menos de una hora y ya estaba en otro como inmerso en un deja vú moderno, sentado en un avión igual al anterior, al lado de la misma señora que roncaba en el avión anterior, viendo cine de tránsito (“21st jump Street” hilarante comedia con uno de mis predilectos, Jonah Hill; y “Rush”, la historia de la rivalidad entre James Hunt y Nikki Lauda en los años dorados de la fórmula 1, cuando todavía se corría un importante riesgo de morir arriba de uno de estos autos) y comiendo comida resurrecta como si fuesen los alimentos que acaba de cosechar un granjero francés del prado que llama jardín de su casa.
Pero entonces apareció una aeromoza repartiendo estos papeles, papeles que cuando uno está en tránsito tiene el alivio y el privilegio de evitar llenarlos; conjuros burocráticos disfrazados con frases bien hechas de las que salen dedos que te señalan y te dice “¡Vos! ¡Sí, vos, el que está leyendo! Estás en falta, ¡confesadlo! Ahorradnos el problema y confiesa tu culpa!! Sé que vuelves con vegetales o frutas y eso es un delito!! Si no tienes verduras o frutas o ninguna especie en extinción seguramente estarás trayendo dinero sin declarar!! O peor, DROGAS!! Y si traes una bomba te conviene hacerla explotar ya porque si bajas de ese avión te las verás con nosotros: La aduana, el fisco, la maderfackin’ Di i Ei, la DEA perro!!”
De pronto la hoja se calla, el dedo deja de señalarme y hace una pausa de muerte que mantiene una tensión insoportable en su mirada llena de suspicacia y entendimiento…
Ah… pero qué tenemos aquí… Así que vienes a quedarte en nuestro país, JAJAJAJA!! MUAAAJAJAJAJA!! Ahora entiendo, sin drogas, sin animales, sin frutas ni verduras, sin dinero no declarado… eres un forajido en busca de un nuevo paraje donde reinsertarte… Ah, pero qué es lo que estoy viendo, si ya estuvistes aquí… interesante… Pluff… la cara parlante del tío Sam y el dedo inquisitorio estallaron en una espesa voluta de humo y desaparecieron, dejándome soulo con la hoja y la lapicera sobre la mesa plegable de mi asiento.
Y ahora, quién podrá defenderme? Y nadie respondió…

Básicamente lo primero que pensé era que debía estar totalmente relajado, ingresar a la migra como un inocente e iluso joven que vuelve a visitar a sus conocidos para luego descender por los hermosos parajes de Centroamérica y América latina. Ah que bella es la vida! lo único que tengo en la cabeza son playas y chicas y pelotas de playa y excursiones en parapente y corales naturales con colores que juraré nunca olvidar, amores que juraré nunca olvidar, fotos y más fotos de todo aquello que juraré nunca olvidar… ahh, lo escribo y me sonrojo, qué bello y noble, que pelotudo que parece.
Pero la realidad es otra, por ende debo mentir, debo actuar como otra persona y como si lo que dice la otra persona fuera una verdad tan íntima que nadie podría cuestionarla. Pensé en lo que significaba mentir, omitir, tergiversar, pensé en una serie de tv en la cual cuatro personajes se encargan de detectar cuándo miente la gente y por qué lo hacen. Pensé en el único capítulo de los que vi en que alguien se traga una mentira. ¿Cómo hizo este personaje para mentir sin ser detectado? Una serie de pastillas relajantes las cuales inmovilizaron ciertos músculos que se mueven inconscientemente al momento de relatar una mentira. ¿Cómo podría hacer yo para mentir? No hubo que pensarlo mucho para que la respuesta se revele ante mí; bebiendo alcohol hasta pensar como un joven inocente e iluso, salú!


                                                            Continuará…