viernes, 2 de diciembre de 2011

Die another day

El calor nos obliga a viajar encapsulados dentro de un microclima que progresivamente va entumeciendo mis pies. Hablamos de alguien que no está, que ahora viaja en otro auto que va siguiendo la misma interminable hilera de automotores del tercer mundo pero unos cinco lugares por delante de nosotros. El coche que lo transporta aparece cuando se anticipa a doblar en una curva en la que todavía no entramos y se mezcla otra vez al volver a transitar en línea recta. Unos tras otros todos nos acercamos y alejamos del que viene delante pero nadie se sobrepasa.

La paciencia mantiene los pelos unidos a nuestras cabezas -pensaba mientras manejaba por la ruta a menos de 80 km por hora- y si perdemos lo uno indefectiblemente perderemos lo otro. El auto que tengo el frente acelera un poco más y alarga la distancia que nos separa, me da tiempo para mirar a mi acompañante y preguntarme si habrá perdido lo uno antes de perder lo otro, o si perdió lo otro sin haber perdido lo uno, así sin más, sin razón.

Por que afuera hace calor seguimos encapsulados. No hay prisa mientras marchamos hablando de asesinatos y psicópatas personificados por actores; hablamos de otros que lo son en la vida real, de esos en los que se inspirarían actores para luego interpretarlos, personalidades psicóticas de película pero viviendo fuera de la pantalla, infundiendo el miedo que reside en la anticipación de lo que pareciese ser un inminente colapso nervioso y el posterior siniestro.

Siempre verde y asador. El clima fuera del microclima es sofocante.

Nos asentamos, y junto con la bebida llegó quien organice la hasta ahora deficiente división del trabajo. Tenemos un asador, dos discos preparados, tenemos leña por doquier y tenemos quien reparta las tareas para lograr el objetivo de comer antes de que anochezca. La gente corre de un lado a otro ensimismados todos en su actividad. Un cuchillo de carnicero se eleva contra un fondo de verde frondoso y cae con rapidez seccionando una pata de pollo del resto de lo queda de su blanco, decapitado e inerte cuerpo. Se escucha el repiqueteo de muchos utensilios contra la madera y lo único que se mantiene estático en el paisaje es la imagen altiva del capataz parado frente al asador, brazos cruzados y pelo plateado, los ojos de búho que reprenden no sin razón cuando algo se sale de su línea, cuando algo demora más de lo esperado o se lo hace de la manera menos práctica.

Miré al dueño de la casa, vestía bambula. De fondo sonaba algo de música desde hacía horas pero no podría asegurar qué era ni si en algún momento cambiaron de canción. La comida hippie, por ósmosis, tiene y tendrá buena vibra; pero compartir la comida con hippies, y es más, comer en la casa de un hippie, aunque ninguno de ellos haya cocinado, le imprime esa misma cualidad, es como una imposición, de repente todo toma ese sabor fatto in casa que se perdió junto con las abuelas que conocieron los placeres de la pasta seca o vibran ante el impulso incierto de dar con el delivery correcto al invitar a casa a sus nietos; o que simplemente van a shopping y los llevan a McDonalds para sorber del popote de la reina de las gaseosas que nos trae el combo grande, cuasi gaseosa infinita.


El calor y el olor a campo; la cerveza y la comida se asentaban tranquilas y me dejan vegetal, sin acción ni pensamiento. Con la nuca apoyada sobre el respaldo de una silla y los pies estirados sobre el suelo miré al grupo de gente con la que acababa de compartir la mesa codo a codo. Éramos un grupo numeroso, la mitad vestía alguna prenda que fuese o muy vieja o de bambula, el resto vagaba entre vestimentas casuales, otras casuales también pero algo más arregladas, como el vestido que por campestre no perdía ni un ápice de elegancia de la blonda más snob del grupo. Pero uno en particular se destacaba: zapatillas deportivas de quinientos pesos de las que sobresalen apenas los soquetes negros que envuelven sus tobillos. La remera, también negra, se le pegaba al cuerpo pero no por ser anatómica, y el short llevaba estampado el número 5. Terror de las damiselas en aprietos, bañero empedernido, en tu otra vida seguro fuistes un gran carnicero.


Al río.

Las zapatillas deportivas de quinientos pesos quedan en una orilla agreste y llena piedras. La gente toma parcelas de tierra neutra y las hace propias por el mero hecho de plantarse a sí mismos como banderas sobre un espacio donde no hay reglas. Ahí pueden vociferar, pueden chapotear, pueden mear y de hecho lo hacen. Cuando alguien se entrega demasiado a sus caprichos, sobrepasando los límites que le impone su propio físico, alguien más, alguna otra bandera en algún otro lugar lo tendrá que rescatar. Quien fuera que vaya al rescate debe estar preparado también para no ser víctima del mismo impulso que hundió a quien espera ser rescatado. Esto es lo que intentaba explicarme en el río aquel cuya remera negra yace al lado de sus zapatillas deportivas sobre la costa pedregosa. El arte del rescate, la patada que subyuga al flujo de la corriente a nuestro propio designio, el brazo que debe dar seguridad al de los caprichos desenfrenados. Me enrosca con un brazo el cuello y quedo mirando hacia arriba, los oídos se sumergen y los ruidos se escuchan raros, toscos; el agua salpica en torno a mi cara y, aunque es sólo un simulacro, siento un poco del pánico que debe sentir alguien que esta siendo salvaguardado por uno de esos vigías del agua que siempre vemos tirados al sol, bien al pedo.

El simulacro/exhibición del que participé a modo de muñeco de pruebas no me llevó a la orilla, el rescatista nadó corriente abajo y me dejó nadando perrito en una hoya profunda -alguien de mi estatura podría pensar que era un espacio sin fondo-. Entonces el rescatista vuelve al punto en que me había rescatado, haya lejos, donde haría pie, donde flotan las polleras de bambula; y yo me quedo en la hoya, pateando perrito y acordándome de la última vez que nadé, o en realidad intentando recordarlo. Adopté una posición paralela al agua, levanté la cabeza e intenté medir distancias para estimar una cantidad de metros a recorrer hasta donde hiciese pie, pero siempre tuve problemas con las medidas a ojo. Nadé a un ritmo rarísimo, moverse para nadar después de pasar tanto tiempo sin hacerlo era como ser virgen e intentar seguir los movimientos de una porno star con la sensibilidad de un cocodrilo. Todo movimiento carecía de métrica y perdía armonía al pasar de ser una señal enviada desde el cerebro -medida, estudiada y sentida para ser perfecta aún en este punto- hasta convertirse en dinamismo y puesta en acción torpe y hasta desmedida por el grado de desesperación que me generaba la situación. Nadaba corriente arriba bajo la mirada del rescatista que estaba parado, con el agua a la altura de la base del número 5 de su pantalón, allá a lo lejos. Ahí entendí todo, él me miraba por que yo debía ahogarme, quería pasar de la mera demostración y el tono lúdico que la reviste al rescate heroico, a la gloria y el consejo o hasta reprimenda que enseña al común de la gente a no confiarse del agua por que es un arma de doble filo. Decidí no mermar el ritmo. Un bañero quería reivindicar su imagen pero no sería hoy; un bañero quería mostrar que ellos no están en la tierra sólo para mirar al horizonte con esas caras de hombres duros que conquistan a mujeres de toda edad, raza y religión; y yo te digo que no será hoy, mi orgullo morirá otro día http://www.youtube.com/watch?v=BM4K7if4DyI ...
A la par de cada brazada navegaba sin rumbo a través de mi esófago el pollo al disco, el calor y el agua le denegaban el libre paso hacia mis tripas y la posterior vuelta al mundo. A la distancia la hostil orilla y la bambula, aquel lugar donde agitado volvería a intentar respirar con normalidad mientras las miradas cómplices decretan -con apenas la mueca de una sonrisa- el final del desafío.

domingo, 30 de octubre de 2011

La balada del panadero mexicano

Crujiente se desgranan y caen sobre el tapizado. Miles de migas blancas y tostadas, diente, diente, diente; lengua y otra vez al ruedo. Se cierran los ojos por que es tarde, se mastica por que es algo que se podría hacer aún segundos antes de morir. Urdimos un plan con objeto de llenar el espacio vacío que se extiende durante el camino de vuelta a casa un sábado por la noche. Somos una gaseosa sin gas, perdimos la efervescencia, nos evaporamos pero guardamos nuestro sabor intacto, aunque esto último sin lo primero no nos sirva de mucho.

Salimos de la fiesta donde estábamos y nos fuimos por la ciudad con la cabeza puesta de lleno en el punto B al que queríamos llegar. El punto A estaba muy lejos del punto B; muchas calles que no nos importaban, toda charla sucumbía ante el anhelo, pan criollo, pan criollo, pan... Cuatro A.M, y la avenida por la que manejábamos nos insinuó un atajo a nuestro capricho; Delicity, luces prendidas. Como nos pasamos dimos toda la vuelta para volver y estacionar enfrente, esperando que esté abierto todavía, que la alegría se concrete antes de lo esperado. Los márgenes de la avenida estaban llenos de autos estacionados así que tuve que estacionar sobre la entrada de un garage, mi compañero baja, pasan segundos y vuelve a subir, no dijo una palabra y salimos de ahí. La avenida no se ensancha ni se estrecha, sigue siempre igual, muestra muchísimos carteles, muchísimas promesas que no queríamos en ese momento escuchar, salvo por una: Dos arcos dorados; no amarillos, dorados... al unísono, suave, ensoñado, automático dijimos >>Macdonal...>> Pero fue sólo un acto reflejo, estábamos concentrados en otro destino y no pensábamos ceder. Ojos en la carretera, seños arrugados, mascando un chicle imaginario los forajidos de la tierra de los panaderos.

Quince minutos más tarde, sobre otra avenida llena de autos estacionados a ambos lados, otro espacio se abre, único, delante de un portón con una gran E circundada y tachada con color rojo. Balizas y volantaso, una maniobra y el auto queda con la rueda delantera derecha muy pegada al cordón, la trasera izquierda muy por fuera del límite que dibujan los demás autos y así nos bajamos los dos, caminando tranquilos, entrando al local.
Joven de acento mexicano, dudas y mercadería en mal estado. Cuando vi el dulce casi cristalizados por el paso del tiempo en algunas cosas pensé que todo era una emboscada y debiamos salir corriendo. Compramos criollos y facturas, $17. >>Emm, no tienes nada, nada más chico?>>Nos preguntó mientras revisaba la caja cuando le pagamos con cien. Ese acento y esa amabilidad, casi que tenía ganas de trabajar parecía; y eran las cuatro y media de la mañana y atendía una panadería un día sábado, que onda contigo guey? pensé. Muchas veces me pasan cosas de película yanqui, y que te atienda un mexicano a esa hora, sin dudas era una de esas. Entonces me pareció muy simpático que te atiendan con una forma de hablar que nunca escuchas más que en la tele, más que en algún que otro sueño extraño donde te apuntan con un arma y te dicen >>¡Donde está el maldito dinero!!>> o cosas así; pero trasplanté imaginariamente la situación a estados unidos, pensé que parece no pintarles que los atiendan otro que no sea un embutido rubio llamado Mike, rezongando por que no quiere trabajar, esperando al primero de cada mes para cobrar e ir hasta donde vos laburas para hacerte la vida imposible, y al pagarte decirte: >>Who's the boss now, bitch>> billetes en tu cara y Mike saliendo del local con su bolsita llena de orgullo. En fin, le dijimos que nos dé tres pesos de unas galletas símil pepas, grande ellas, así completábamos veinte pesos y nos podía dar vuelto. Por qué razón teníamos cien pesos vírgenes a las 4 de la mañana? La respuesta no le hace bien a mi ego...

El auto en marcha atrás, volante al otro extremo, primera y salir, y abrir la bolsa y el criollo crocante, cuasi cálido. Paramos ahí cerca; miles de migas blancas y tostadas, diente, diente, diente; lengua y otra vez al ruedo. Se cierran los ojos por que es tarde, se mastica por que es algo que se podría hacer aún segundos antes de morir. Todo fue un ensueño hasta el momento de probar las pepas, cuyo sabor nos obligó a apodarlas "puerto de mar del plata";

Oh bella noche que de luces te adornan, son las estrellas y el gusto a pescado quienes tu final coronan!

jueves, 13 de octubre de 2011

Maldito choclo en lata!

Hay algunos alimentos que están siendo progresivamente erradicados de mi dieta. Los snacks, las hamburguesas, los panchos, los aderezos, toda esa calaña de comidas sobrecargadas de un sabor que ataca con excesiva fuerza los centros nerviosos de las papilas gustativas. El problema es que saturan todo lo que tocan, exceden el límite en que ya no se distinguen sabores, sino que todo es una sucesión de cachetasos que parezco no poder parar de darme. La máxima de estos alimentos quizá la haya esbozado Charly cuando dice "Para aburrirme prefiero sufrir", son alimentos hechos con el mismo fin que las drogas, para no aburrirse. Mi medida a sido prevenir esos arranques en los que recién entiendo haber caído luego de pasar por el innecesario atracón que fue desfile abrumador de sabores. Estos parecen reclamar, desde algún órgano interno, la necesidad de ingerir más de ellos para dejarme en paz; pero tanto como dé tanto más pedirán, y al final las yagas y aftas se convierten en explosiones de granadas que desde mi propio interior tiran a modo de protesta por no ceder a sus pedidos las grasas trans y la desmesurada cantidad de sal que se acumula dejando constancia de su paso.

Toda restricción autoimpuesta tiene su contraposición, un momento en que se busca reestablecer un equilibrio que el deseo y la negativa a concretarlo reiteradas veces rompe. Como el cocainómano que no toma durante meses, hasta que un día siente que se lo merece, por haberse portado tan bien tiene un premio que reclamar, un orden que restituir. Cuando compra la bolsa siente vértigo y suelta involuntaria una sonrisa. Ese día toma por los meses que no tomó, aspira de manera exagerada de la tarjeta, sigue aspirando muchos segundos después de vaciar el contenido, extasiado se dibuja una mueca sobreactuada debajo de la nariz que sigue en su esfuerzo por verterlo todo. Quizá exagerando un poco, pero ese vértigo inicial del reencuentro con la sustancia sentí cuando pasé por la caja del supermercado las cuatro hamburguesas Swift, el paquete de queso cheddar (capitulo aparte) y los ocho panes de hamburguesas con sésamo Venezia.

Recién al salir del supermercado recordé que tenía tos. Sentí alojada en ese lugar inaccesible entre la tráquea y la campanilla, ese lugar que funciona como un triángulo de las bermudas donde desaparecen los sabores cuando hay fluidos en él, el inerte moco que no va ni viene, se queda ahí estropeándolo todo. Era como tener la bolsa y tener que tomar rápido por que el que cuida el baño te tiene fichado. Lo único bueno de tener tos fue el jarabe. Brindaba con una tapita llena tres veces al día, a las ocho uno, otro a la una y el último antes de dormir, relajaba mi cuerpo y me ponían suave; feliz y sin apuros para nada, como un emo pero contento.

Antes de poner a calentar la plancha tomé los diez mililitros de la dosis del mediodía, diez minutos después miraba las hamburguesas cociéndose y echando humo, movía lento los utensilios sobre la verdura que coronaría una perfecta imitación de la siempre recordada y querida McNifica. Antes de darlas vuelta por primera vez, el color marrón comienza a tomar posesión de los márgenes que indirectamente alcanza el calor; acorralado, el centro de la hamburguesa sigue siendo color rosa, hasta que la dé vuelta, cuando desocupe el cuchillo que ahora rompe el envoltorio del queso cheddar.
En ese momento recapitulé, al ver la fórmula queso, papel celofán, queso y así durante quince fetas, tuve una epifanía, pude ver a nuestros hijos y a los hijos de sus hijos preguntándose cómo era la vida sin el queso cheddar. Me imaginé estar en la misma situación que ahora pero en un tiempo futuro intentando recordar sin precisión en qué momento entró en la cotidianidad este lujo dorado; me pensé incrédulo ante recuerdos vagos de fetas de queso blancas como paredes de hospital derritiéndose desparejas, adhiriéndose al aceite que hierve en la plancha en un desesperado intento por tomar de su idilio el color.

Las hamburguesas salieron tan perfectas que comí una más de lo que creí necesitar. Los labios hasta ahora no pueden encontrar una posición en la que estén cómodos, los raspo con los dientes constantemente como buscando desprenderme de la capa de lo que sea que produce esa sensación que no los deja en paz. El jarabe se mezcló con la comida dejándome en un suave estado de ensoñación que me llevó a repensar la apocalíptica predicción de la inminente hegemonía del queso cheddar sobre los demás quesos. El día en que eso suceda viviré quizá en guerra conmigo mismo, pensé. La boca como un campo de batallas sin cuartel donde participaré sólo como rehén de mi propia voluntad, que me amenaza si de ella intento tomar control. Los labios jamás volverán a estar quietos, y en ellos, cráteres de bordes blancos como explosiones de un campo minado se extenderán a lo largo y a lo ancho de sus límites. Acaso seré un esclavo de los designios que dicta una mala alimentación que se jactará de ser la única alimentación posible; y para ese entonces mis tripas se escucharán, no pararán de exclamar: "maldito queso cheddar, maldita hamburguesa... maldito choclo en lata, quien te enlata!? Y yo les diré que eso nadie lo sabe...

lunes, 3 de octubre de 2011

Combate Asado

Se comenta por ahí que antes de comer un asado prefiero quedarme en casa y pedirme un lomito vegetariano... Es verdad.

Sarmiento comía asado? Seguro que sí. San Martín debe haber asado algún caballo después de que se le agoten todas las latas de choclo cremoso y jardinera, después de que algún soldado gulero se comiera todos los snacks durante el cruce de los Andes. En realidad no lo sé, debería ver la película para enterarme quizá.
Se cuenta que Fangio se sacaba el casco e instantáneamente tenía un tenedor apuntando a su boca, debajo de sus narices el aroma de un vacío coronador; ahí su premio más grande que una copa y los laureles, ahí su gloria.
En fin, a modo de resumen se podría decir que para Favaloro el invento del bypass no fue gesto al azar; lo hizo pensando en donde vivía, lo hizo conociendo nuestros mayores riesgos como argentinos, como autómatas que accedemos a adorar la carne y el vino que nos viene instituido de la cuna hasta el cajón. Si hay algo bueno que se pueda hacer por un argentino es destaparle las arterias.

Siendo de nacimiento argentino tarde o temprano llegaría el momento de hablar sobre el asado, aunque mi pasión por éste no trascienda los límites que pueden llegar a trascender una hoya llena de bagna cauda o una hamburguesa de McDonalds pagada con dinero ajeno.

Salgo del baño para volver al quincho. Mientras camino recuerdo algunas horas atrás estar haciendo cola en una verdulería cuyos empleados, todos, están uniformados. Dispuestos y amables, uno de ellos hace girar la bolsa para cerrarla a la vieja escuela, me mira con una mirada cómplice que aparentemente radica en la comprensión de un código implícito por el simple hecho de compartir el género humano y el sexo masculino.
Sigo caminando en dirección al quincho y el recuerdo lleva necesariamente a una conclusión: "no puedo creer haberle cedido la cocción de la carne a un vegetariano. Ese acto siendo realizado por un profeta de otra religión podría traernos problemas a todos los aquí presentes" pensé. Camino y me lo recrimino. Dos pasos mas adelante me consuelo recordándome mi papel, soy un crítico culinario, no un chef; pero lo pienso y la afición
por la parrilla de aquel que me guiase hasta aquella verduleria/boutique parece al menos sospechosa.

Llegando al quincho puedo ver en primer instancia al cocinero, su plato de madera lentamente entra en cuadro y en este veo pequeños cuadrados de matambre humeando, mojándose en pequeños charcos de su propio jugo. Dos de ellos son arrebatados de su lecho, desmenuzados luego y digeridos mucho después junto con los muchos otros hermanos y hermanas carnes que llegarán a las tripas de las dos comensales y carnívoras amigas con las que, entre la acidez y la ternura que nos caracteriza a los cuatro allí presentes, esperábamos ansiosos saciar nuestro apetito.

Abro la puerta de vidrio y el aire se pone espeso. Los diez pasos para este duelo no se hacen de espaldas al rival, se hacen de frente, mirándonos ambos a los ojos. Crítico y chef esperando el segundo en el cual desenfundar y disparar. Me siento y aparto la vista del plato de donde emergen las volutas de humo más afortunadas del lugar, las que pueden ser y sentir el aroma de un objeto de culto. También alejo la mirada de mi rival... ahora miro el vino y miro mi vaso.

Desandando los hechos que se sucedieron durante esa noche entiendo la ventaja con la que la persona que deposita una escisión rectangularmente perfecta de carne sobre mi plato cree contar, y quizá, sólo quizá, realmente cuente con ella.

Hoy por hoy lo que la gente parece querer es variedad; mil variedades de birra para llevarte sólo una, la que te hace especial; mil variedades de desodorantes para elegir el que más minitas te hace levantar. Él entiende esto y es por eso que antes de comer nos convida una nueva cosecha, una marihuana que todavía no hemos probado pero que puede ser esa que nos haga sentir especiales, esa que más minitas nos haga levantar.

Alguna vez Woody Allen protagonizando a un comediante newyorkino en su Annie Hall dijo que odiaba que su público esté fumado, que eso hacía todo más fácil, que los fumados se reían de cualquier cosa. Quizá la persona tras el asado pensó que esto haría más fácil su trabajo, que abriría mis papilas gustativas con la facilidad que se abre una puerta mecánica, sólo parándose ahí enfrente y esperando el resultado iminente. Y quizá lo logró, o la carne era muy buena, o el cuchillo estaba muy bien afilado. Era un asado simple, chorizo, costilla y matambre; la balacera se abrió y sentí el calor de los proyectiles calando mi esófago. Rendido olvidé tener un arma que disparar y un enemigo que derribar, no tiene sentido buscar errores cuando se está disfrutando.

Mucho después volví a mirar el plato de quien cocinase las partes de este animal que fracciono y mastico, el plato de quien parecía tener total dominio sobre el mismo. Un dominio que me hizo imaginarlo dando muerte al cuadrúpedo, cargado al hombro su media res, colgándolo luego y seccionándolo con su propio cuchillo pensando en la forma y el tiempo de cocción que se necesitaría para servirlo. Miro su plato y está lleno de hojas de rúcula y queso rallado que inca y lleva a su boca sin parar; lleno de carne que el no iba a masticar.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Alimentos de segundo orden, gula

Los horarios dicen el cuándo y cómo, el metabolismo el qué y cuánto deglutiré en un tiempo libre en que como única diversión posible me encuentro rendido ante los etéreos placeres de lo que comúnmente se denominan comidas de media mañana y media tarde; comidas de segundo orden, comidas de gula.
Toda alimentación secundaria requiere de tiempo libre y una suma de dinero que pensamos de poca monta, pero que siempre sorprende a fin de cada quincena por la regularidad y la persistencia de este accionar que vacía bolsillos como un ladrón en el colectivo lo haría, con tanto sigilo y cuidado que jamás uno cae en la cuenta de que no hay más, se acabaron los sencillos, los rocas murieron en terreno desconocido mucho tiempo atrás, enterrados en fosas comúnes que se hacen llamar cajas registradoras. Exactamente en este punto me encuentro, la billetera exhala un suspiro cansada por el trajín de muchos días de gula gloriosa. Las opciones se acotan a las propuestas de una heladera y una lacena desprovistas.

Ahh, los buenos viejos tiempos en los que consumía con frenesí los tentempiés disponibles en la cantina de la facultad de ciencias de la comunicación... Lo único que me gusta del hippismo, aparte de las drogas, es que las comidas siempre tienen "buena vibra", suena patético pero es algo comprobable. Las tortas de ricota, dulce de leche y coco que hacían en esa cantina; los cafés de máquina o un poco de agua caliente donde verter un saquito de té Virgin Island que tomaba por aquel entonces, antes de conocer los Taragui Internacionales de los que aún no me puedo despegar, fueron momentos de rogocijo único y hoy por hoy ocupan el 2do puesto en mi ranking de mejores épocas de alimentación secundaria, detrás de las gloriosas meriendas viendo los cebollitas cuando aún no tenía vello púbico.

Y hoy pasé por lo menos cuarenta minutos antes de llegar a mi casa idealizando el momento de enfrentarme ante un festín de las seis en punto, me prometí vasos inagotables de jugo de naranja, facturas todo crema y café molido del que toman los más prestigiosos narcos, de granos cosechados por hombres y mujeres curtidos bajo el sol de los confines de las zonas rurales colombianas; y lo único que encuentro es yogur, Sancor Yogs Light... Menos narco que eso no viene. Nunca un consumidor de lácteos por elección, arrastro mi mano hacia el saché, mis cejas caen sin peso sobre mis ojos, resignación. El primer chorro que parte escupido desde la escisión realizada con precisión de tijeras es incoloro. Uno, dos segundos y comienza a aparecer el color blanco emulación vainilla. Este accionar me recordó a la vieja y querida fórmula de la que es, a mi gusto, la mejor gaseosa que se puede llegar a tomar; la de McDonalds, la fórmula soda, jarabe, soda, jarabe periódico, nunca sin hielo por que eso la hace sumergible y tan deseable. Por eso no resulté muy sorprendido, por que el recuerdo del líquido incoloro fue apacible y disfrutable. Por las dudas miré la fecha de vencimiento, estaba bien todavía.
Completando el improvisado menú, un bowl emanando Trix.
Cereales y lácteos, mis peores enemigos mirándome, burlándose de mi infortunio y mi padecer; prometiéndome, con el puño en alto y hablando entre carcajadas, que me harían pasar el peor momento que pudieran hacerme pasar. Y no solo ahora, sino también más tarde, no mucho, cuando comenzaran a bajar embutidos por mi esófago y lleguen a mi sistema digestivo, cuando pasen por mis tripas prometieron me harían sentir su furia por haberlos ignorado durante la mayor parte de mi vida.

El chorro incoloro que salió del saché era obviamente agua, por lo que el yogur quedó virando entre un sabor a vainilla y agua puerca. Los Trix fueron consumidos con la resignación con que un adicto se entrega a su droga cuando ya no la puede ni ver, casi con odio. Las seis de la tarde pasaron a ser una contusión al paladar, un momento para hacerme entender que siempre debo recordar lo importante que es la gula, lo trascendental que puede ser para el hilo conductor que enhebra las vicisitudes por las que repto a lo largo del día. Lo único que queda esperar es que la cena no tenga pollo, eso coronaría el desastre.


martes, 20 de septiembre de 2011

Crudo como el jamón

Cuando la promesa de un dos por uno en Cuarto de Libra de McDonalds es revocada, nuestra mente, con el automatismo que caracteriza a las pequeñas decisiones que tomamos en este desierto de voluntad al que llamamos capitalismo, al menos opondrá una leve resistencia ante el plan B que viene a bastardear la oportunidad de encontrarnos nuevamente con ese pedacito de cielo emanando queso Cheddar.

El carrito de compras que guiamos hacia la caja en reemplazo de la oportunidad de ser atendidos por los siempre bien predispuesto adolescentes que guían, con dos arcos como estandartes, el destino del bueno de Ronald, llevaba: -Una especie de chorizo de queso Muzzarella; -Algunos cientos de gramos de Jamón Crudo; -Dos Birra Morrieti, pequeñas; -Dos cervezas Patagonía, grandes; y -Botellas, una, de Listerine(?).

Un cigarro de marihuana para abrir el apetito, Birra Morrieti para hacer póstuma la sensación de sequedad bucal producida por el cigarro; algunas rodajas de salame del cielo y entonces el horno, totalmente automático y a prueba de jóvenes pre adolecentes que equipa la cocina de los Ruggieri, empieza a practicarle el efecto invernadero a la masa que condimentó, días atrás, con tanto amor para su hijo el Loco Eduard.

Mientras preparabamos el queso para ponerle a la pizza miré al viejo Morrieti estampado en la etiqueta, lo miré a los ojos y le dije:"vos tenes el secreto, la vieja fórmula viejito y sé que por sólo $7,89 accedo a ella, a cientos de años de conocimientos ahora embotellados para el deleite de mi paladar juvenil." Entonces viene el primer sorbo y yo, todo sugestionado... todo drogado, creo probar la cerveza de las cervezas, la que toma el viejito Morrieti en su casa los fines de semana, tan buena como una cerveza elegiría ser y tan lejos de serlo enrealidad.

En un lapso de tiempo que no alcanzó a ser lo suficientemente amplio como para quejarnos como dos quinceañeros que no consiguen tener sexo, que en vez de masturbarse, en este caso comerían maní esperando a que llegue el plato fuerte; lo que fue una masa con rastros de hielo sale ahora como una Pizza lista; il Nene, il Bambino rosado por su corona de fiambre de primera.

La Birra Morrieti fue un acierto; de las Patagonia sólo algunos recuerdos opacos nos traían a la memoria el sabor de una, y un total desconocimiento de la otra. Abrimos una junto con la Pizza, la de los recuerdos opacos, variedad Bohemian, la que es especial para filosofar. Etiqueta color bordó sobre la que tranquilamente podría decir: "variedad Moria Casan"; una cerveza de proporciones descomunales, tetas, muchas tetas parecía tener, y muy mandona. Era Moria Casán, era una mujer con la que lo único que cuenta es la intensidad. No le miro la cara, no le miro los 180cm de caderas; solamente la siento por que sabe qué hacer y sabe que lo sabe, filosofía práctica...

En este punto la sugestión nos llevó a sentarnos como dos pequeños aristócratas frente a un mini festín post-partido de fútbol. Elegante sport, la velada contaba con los pequeños lujos a los que un joven de alto estrato social podrían parecer cotidianos.
La pizza y la cerveza nunca se pelearon por entrar en mi pequeña tráquea, cada una supo hacer su espacio, cada uno reclamaba su momento de degustación, éxtasis y aprobación, una y otra vez... El festín pasando por mis santas tripas.