jueves, 13 de octubre de 2011

Maldito choclo en lata!

Hay algunos alimentos que están siendo progresivamente erradicados de mi dieta. Los snacks, las hamburguesas, los panchos, los aderezos, toda esa calaña de comidas sobrecargadas de un sabor que ataca con excesiva fuerza los centros nerviosos de las papilas gustativas. El problema es que saturan todo lo que tocan, exceden el límite en que ya no se distinguen sabores, sino que todo es una sucesión de cachetasos que parezco no poder parar de darme. La máxima de estos alimentos quizá la haya esbozado Charly cuando dice "Para aburrirme prefiero sufrir", son alimentos hechos con el mismo fin que las drogas, para no aburrirse. Mi medida a sido prevenir esos arranques en los que recién entiendo haber caído luego de pasar por el innecesario atracón que fue desfile abrumador de sabores. Estos parecen reclamar, desde algún órgano interno, la necesidad de ingerir más de ellos para dejarme en paz; pero tanto como dé tanto más pedirán, y al final las yagas y aftas se convierten en explosiones de granadas que desde mi propio interior tiran a modo de protesta por no ceder a sus pedidos las grasas trans y la desmesurada cantidad de sal que se acumula dejando constancia de su paso.

Toda restricción autoimpuesta tiene su contraposición, un momento en que se busca reestablecer un equilibrio que el deseo y la negativa a concretarlo reiteradas veces rompe. Como el cocainómano que no toma durante meses, hasta que un día siente que se lo merece, por haberse portado tan bien tiene un premio que reclamar, un orden que restituir. Cuando compra la bolsa siente vértigo y suelta involuntaria una sonrisa. Ese día toma por los meses que no tomó, aspira de manera exagerada de la tarjeta, sigue aspirando muchos segundos después de vaciar el contenido, extasiado se dibuja una mueca sobreactuada debajo de la nariz que sigue en su esfuerzo por verterlo todo. Quizá exagerando un poco, pero ese vértigo inicial del reencuentro con la sustancia sentí cuando pasé por la caja del supermercado las cuatro hamburguesas Swift, el paquete de queso cheddar (capitulo aparte) y los ocho panes de hamburguesas con sésamo Venezia.

Recién al salir del supermercado recordé que tenía tos. Sentí alojada en ese lugar inaccesible entre la tráquea y la campanilla, ese lugar que funciona como un triángulo de las bermudas donde desaparecen los sabores cuando hay fluidos en él, el inerte moco que no va ni viene, se queda ahí estropeándolo todo. Era como tener la bolsa y tener que tomar rápido por que el que cuida el baño te tiene fichado. Lo único bueno de tener tos fue el jarabe. Brindaba con una tapita llena tres veces al día, a las ocho uno, otro a la una y el último antes de dormir, relajaba mi cuerpo y me ponían suave; feliz y sin apuros para nada, como un emo pero contento.

Antes de poner a calentar la plancha tomé los diez mililitros de la dosis del mediodía, diez minutos después miraba las hamburguesas cociéndose y echando humo, movía lento los utensilios sobre la verdura que coronaría una perfecta imitación de la siempre recordada y querida McNifica. Antes de darlas vuelta por primera vez, el color marrón comienza a tomar posesión de los márgenes que indirectamente alcanza el calor; acorralado, el centro de la hamburguesa sigue siendo color rosa, hasta que la dé vuelta, cuando desocupe el cuchillo que ahora rompe el envoltorio del queso cheddar.
En ese momento recapitulé, al ver la fórmula queso, papel celofán, queso y así durante quince fetas, tuve una epifanía, pude ver a nuestros hijos y a los hijos de sus hijos preguntándose cómo era la vida sin el queso cheddar. Me imaginé estar en la misma situación que ahora pero en un tiempo futuro intentando recordar sin precisión en qué momento entró en la cotidianidad este lujo dorado; me pensé incrédulo ante recuerdos vagos de fetas de queso blancas como paredes de hospital derritiéndose desparejas, adhiriéndose al aceite que hierve en la plancha en un desesperado intento por tomar de su idilio el color.

Las hamburguesas salieron tan perfectas que comí una más de lo que creí necesitar. Los labios hasta ahora no pueden encontrar una posición en la que estén cómodos, los raspo con los dientes constantemente como buscando desprenderme de la capa de lo que sea que produce esa sensación que no los deja en paz. El jarabe se mezcló con la comida dejándome en un suave estado de ensoñación que me llevó a repensar la apocalíptica predicción de la inminente hegemonía del queso cheddar sobre los demás quesos. El día en que eso suceda viviré quizá en guerra conmigo mismo, pensé. La boca como un campo de batallas sin cuartel donde participaré sólo como rehén de mi propia voluntad, que me amenaza si de ella intento tomar control. Los labios jamás volverán a estar quietos, y en ellos, cráteres de bordes blancos como explosiones de un campo minado se extenderán a lo largo y a lo ancho de sus límites. Acaso seré un esclavo de los designios que dicta una mala alimentación que se jactará de ser la única alimentación posible; y para ese entonces mis tripas se escucharán, no pararán de exclamar: "maldito queso cheddar, maldita hamburguesa... maldito choclo en lata, quien te enlata!? Y yo les diré que eso nadie lo sabe...

1 comentario:

  1. che igual es serio el tema, es una adicción verdadera! el olor de la hamburguesa me OBLIGA a comprar una que ni siquiera la pago en efectivo, para que sea mas violento el momento. como que termine de leer esto y senti que mis venas piden grasa !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
    yo ya me canse un poco del choclo en lata, le doy mas a la siguiente mezcla rapida: 1 lata de arvejas 1 de atun 3 cucharadas de mayo

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