domingo, 30 de octubre de 2011

La balada del panadero mexicano

Crujiente se desgranan y caen sobre el tapizado. Miles de migas blancas y tostadas, diente, diente, diente; lengua y otra vez al ruedo. Se cierran los ojos por que es tarde, se mastica por que es algo que se podría hacer aún segundos antes de morir. Urdimos un plan con objeto de llenar el espacio vacío que se extiende durante el camino de vuelta a casa un sábado por la noche. Somos una gaseosa sin gas, perdimos la efervescencia, nos evaporamos pero guardamos nuestro sabor intacto, aunque esto último sin lo primero no nos sirva de mucho.

Salimos de la fiesta donde estábamos y nos fuimos por la ciudad con la cabeza puesta de lleno en el punto B al que queríamos llegar. El punto A estaba muy lejos del punto B; muchas calles que no nos importaban, toda charla sucumbía ante el anhelo, pan criollo, pan criollo, pan... Cuatro A.M, y la avenida por la que manejábamos nos insinuó un atajo a nuestro capricho; Delicity, luces prendidas. Como nos pasamos dimos toda la vuelta para volver y estacionar enfrente, esperando que esté abierto todavía, que la alegría se concrete antes de lo esperado. Los márgenes de la avenida estaban llenos de autos estacionados así que tuve que estacionar sobre la entrada de un garage, mi compañero baja, pasan segundos y vuelve a subir, no dijo una palabra y salimos de ahí. La avenida no se ensancha ni se estrecha, sigue siempre igual, muestra muchísimos carteles, muchísimas promesas que no queríamos en ese momento escuchar, salvo por una: Dos arcos dorados; no amarillos, dorados... al unísono, suave, ensoñado, automático dijimos >>Macdonal...>> Pero fue sólo un acto reflejo, estábamos concentrados en otro destino y no pensábamos ceder. Ojos en la carretera, seños arrugados, mascando un chicle imaginario los forajidos de la tierra de los panaderos.

Quince minutos más tarde, sobre otra avenida llena de autos estacionados a ambos lados, otro espacio se abre, único, delante de un portón con una gran E circundada y tachada con color rojo. Balizas y volantaso, una maniobra y el auto queda con la rueda delantera derecha muy pegada al cordón, la trasera izquierda muy por fuera del límite que dibujan los demás autos y así nos bajamos los dos, caminando tranquilos, entrando al local.
Joven de acento mexicano, dudas y mercadería en mal estado. Cuando vi el dulce casi cristalizados por el paso del tiempo en algunas cosas pensé que todo era una emboscada y debiamos salir corriendo. Compramos criollos y facturas, $17. >>Emm, no tienes nada, nada más chico?>>Nos preguntó mientras revisaba la caja cuando le pagamos con cien. Ese acento y esa amabilidad, casi que tenía ganas de trabajar parecía; y eran las cuatro y media de la mañana y atendía una panadería un día sábado, que onda contigo guey? pensé. Muchas veces me pasan cosas de película yanqui, y que te atienda un mexicano a esa hora, sin dudas era una de esas. Entonces me pareció muy simpático que te atiendan con una forma de hablar que nunca escuchas más que en la tele, más que en algún que otro sueño extraño donde te apuntan con un arma y te dicen >>¡Donde está el maldito dinero!!>> o cosas así; pero trasplanté imaginariamente la situación a estados unidos, pensé que parece no pintarles que los atiendan otro que no sea un embutido rubio llamado Mike, rezongando por que no quiere trabajar, esperando al primero de cada mes para cobrar e ir hasta donde vos laburas para hacerte la vida imposible, y al pagarte decirte: >>Who's the boss now, bitch>> billetes en tu cara y Mike saliendo del local con su bolsita llena de orgullo. En fin, le dijimos que nos dé tres pesos de unas galletas símil pepas, grande ellas, así completábamos veinte pesos y nos podía dar vuelto. Por qué razón teníamos cien pesos vírgenes a las 4 de la mañana? La respuesta no le hace bien a mi ego...

El auto en marcha atrás, volante al otro extremo, primera y salir, y abrir la bolsa y el criollo crocante, cuasi cálido. Paramos ahí cerca; miles de migas blancas y tostadas, diente, diente, diente; lengua y otra vez al ruedo. Se cierran los ojos por que es tarde, se mastica por que es algo que se podría hacer aún segundos antes de morir. Todo fue un ensueño hasta el momento de probar las pepas, cuyo sabor nos obligó a apodarlas "puerto de mar del plata";

Oh bella noche que de luces te adornan, son las estrellas y el gusto a pescado quienes tu final coronan!

jueves, 13 de octubre de 2011

Maldito choclo en lata!

Hay algunos alimentos que están siendo progresivamente erradicados de mi dieta. Los snacks, las hamburguesas, los panchos, los aderezos, toda esa calaña de comidas sobrecargadas de un sabor que ataca con excesiva fuerza los centros nerviosos de las papilas gustativas. El problema es que saturan todo lo que tocan, exceden el límite en que ya no se distinguen sabores, sino que todo es una sucesión de cachetasos que parezco no poder parar de darme. La máxima de estos alimentos quizá la haya esbozado Charly cuando dice "Para aburrirme prefiero sufrir", son alimentos hechos con el mismo fin que las drogas, para no aburrirse. Mi medida a sido prevenir esos arranques en los que recién entiendo haber caído luego de pasar por el innecesario atracón que fue desfile abrumador de sabores. Estos parecen reclamar, desde algún órgano interno, la necesidad de ingerir más de ellos para dejarme en paz; pero tanto como dé tanto más pedirán, y al final las yagas y aftas se convierten en explosiones de granadas que desde mi propio interior tiran a modo de protesta por no ceder a sus pedidos las grasas trans y la desmesurada cantidad de sal que se acumula dejando constancia de su paso.

Toda restricción autoimpuesta tiene su contraposición, un momento en que se busca reestablecer un equilibrio que el deseo y la negativa a concretarlo reiteradas veces rompe. Como el cocainómano que no toma durante meses, hasta que un día siente que se lo merece, por haberse portado tan bien tiene un premio que reclamar, un orden que restituir. Cuando compra la bolsa siente vértigo y suelta involuntaria una sonrisa. Ese día toma por los meses que no tomó, aspira de manera exagerada de la tarjeta, sigue aspirando muchos segundos después de vaciar el contenido, extasiado se dibuja una mueca sobreactuada debajo de la nariz que sigue en su esfuerzo por verterlo todo. Quizá exagerando un poco, pero ese vértigo inicial del reencuentro con la sustancia sentí cuando pasé por la caja del supermercado las cuatro hamburguesas Swift, el paquete de queso cheddar (capitulo aparte) y los ocho panes de hamburguesas con sésamo Venezia.

Recién al salir del supermercado recordé que tenía tos. Sentí alojada en ese lugar inaccesible entre la tráquea y la campanilla, ese lugar que funciona como un triángulo de las bermudas donde desaparecen los sabores cuando hay fluidos en él, el inerte moco que no va ni viene, se queda ahí estropeándolo todo. Era como tener la bolsa y tener que tomar rápido por que el que cuida el baño te tiene fichado. Lo único bueno de tener tos fue el jarabe. Brindaba con una tapita llena tres veces al día, a las ocho uno, otro a la una y el último antes de dormir, relajaba mi cuerpo y me ponían suave; feliz y sin apuros para nada, como un emo pero contento.

Antes de poner a calentar la plancha tomé los diez mililitros de la dosis del mediodía, diez minutos después miraba las hamburguesas cociéndose y echando humo, movía lento los utensilios sobre la verdura que coronaría una perfecta imitación de la siempre recordada y querida McNifica. Antes de darlas vuelta por primera vez, el color marrón comienza a tomar posesión de los márgenes que indirectamente alcanza el calor; acorralado, el centro de la hamburguesa sigue siendo color rosa, hasta que la dé vuelta, cuando desocupe el cuchillo que ahora rompe el envoltorio del queso cheddar.
En ese momento recapitulé, al ver la fórmula queso, papel celofán, queso y así durante quince fetas, tuve una epifanía, pude ver a nuestros hijos y a los hijos de sus hijos preguntándose cómo era la vida sin el queso cheddar. Me imaginé estar en la misma situación que ahora pero en un tiempo futuro intentando recordar sin precisión en qué momento entró en la cotidianidad este lujo dorado; me pensé incrédulo ante recuerdos vagos de fetas de queso blancas como paredes de hospital derritiéndose desparejas, adhiriéndose al aceite que hierve en la plancha en un desesperado intento por tomar de su idilio el color.

Las hamburguesas salieron tan perfectas que comí una más de lo que creí necesitar. Los labios hasta ahora no pueden encontrar una posición en la que estén cómodos, los raspo con los dientes constantemente como buscando desprenderme de la capa de lo que sea que produce esa sensación que no los deja en paz. El jarabe se mezcló con la comida dejándome en un suave estado de ensoñación que me llevó a repensar la apocalíptica predicción de la inminente hegemonía del queso cheddar sobre los demás quesos. El día en que eso suceda viviré quizá en guerra conmigo mismo, pensé. La boca como un campo de batallas sin cuartel donde participaré sólo como rehén de mi propia voluntad, que me amenaza si de ella intento tomar control. Los labios jamás volverán a estar quietos, y en ellos, cráteres de bordes blancos como explosiones de un campo minado se extenderán a lo largo y a lo ancho de sus límites. Acaso seré un esclavo de los designios que dicta una mala alimentación que se jactará de ser la única alimentación posible; y para ese entonces mis tripas se escucharán, no pararán de exclamar: "maldito queso cheddar, maldita hamburguesa... maldito choclo en lata, quien te enlata!? Y yo les diré que eso nadie lo sabe...

lunes, 3 de octubre de 2011

Combate Asado

Se comenta por ahí que antes de comer un asado prefiero quedarme en casa y pedirme un lomito vegetariano... Es verdad.

Sarmiento comía asado? Seguro que sí. San Martín debe haber asado algún caballo después de que se le agoten todas las latas de choclo cremoso y jardinera, después de que algún soldado gulero se comiera todos los snacks durante el cruce de los Andes. En realidad no lo sé, debería ver la película para enterarme quizá.
Se cuenta que Fangio se sacaba el casco e instantáneamente tenía un tenedor apuntando a su boca, debajo de sus narices el aroma de un vacío coronador; ahí su premio más grande que una copa y los laureles, ahí su gloria.
En fin, a modo de resumen se podría decir que para Favaloro el invento del bypass no fue gesto al azar; lo hizo pensando en donde vivía, lo hizo conociendo nuestros mayores riesgos como argentinos, como autómatas que accedemos a adorar la carne y el vino que nos viene instituido de la cuna hasta el cajón. Si hay algo bueno que se pueda hacer por un argentino es destaparle las arterias.

Siendo de nacimiento argentino tarde o temprano llegaría el momento de hablar sobre el asado, aunque mi pasión por éste no trascienda los límites que pueden llegar a trascender una hoya llena de bagna cauda o una hamburguesa de McDonalds pagada con dinero ajeno.

Salgo del baño para volver al quincho. Mientras camino recuerdo algunas horas atrás estar haciendo cola en una verdulería cuyos empleados, todos, están uniformados. Dispuestos y amables, uno de ellos hace girar la bolsa para cerrarla a la vieja escuela, me mira con una mirada cómplice que aparentemente radica en la comprensión de un código implícito por el simple hecho de compartir el género humano y el sexo masculino.
Sigo caminando en dirección al quincho y el recuerdo lleva necesariamente a una conclusión: "no puedo creer haberle cedido la cocción de la carne a un vegetariano. Ese acto siendo realizado por un profeta de otra religión podría traernos problemas a todos los aquí presentes" pensé. Camino y me lo recrimino. Dos pasos mas adelante me consuelo recordándome mi papel, soy un crítico culinario, no un chef; pero lo pienso y la afición
por la parrilla de aquel que me guiase hasta aquella verduleria/boutique parece al menos sospechosa.

Llegando al quincho puedo ver en primer instancia al cocinero, su plato de madera lentamente entra en cuadro y en este veo pequeños cuadrados de matambre humeando, mojándose en pequeños charcos de su propio jugo. Dos de ellos son arrebatados de su lecho, desmenuzados luego y digeridos mucho después junto con los muchos otros hermanos y hermanas carnes que llegarán a las tripas de las dos comensales y carnívoras amigas con las que, entre la acidez y la ternura que nos caracteriza a los cuatro allí presentes, esperábamos ansiosos saciar nuestro apetito.

Abro la puerta de vidrio y el aire se pone espeso. Los diez pasos para este duelo no se hacen de espaldas al rival, se hacen de frente, mirándonos ambos a los ojos. Crítico y chef esperando el segundo en el cual desenfundar y disparar. Me siento y aparto la vista del plato de donde emergen las volutas de humo más afortunadas del lugar, las que pueden ser y sentir el aroma de un objeto de culto. También alejo la mirada de mi rival... ahora miro el vino y miro mi vaso.

Desandando los hechos que se sucedieron durante esa noche entiendo la ventaja con la que la persona que deposita una escisión rectangularmente perfecta de carne sobre mi plato cree contar, y quizá, sólo quizá, realmente cuente con ella.

Hoy por hoy lo que la gente parece querer es variedad; mil variedades de birra para llevarte sólo una, la que te hace especial; mil variedades de desodorantes para elegir el que más minitas te hace levantar. Él entiende esto y es por eso que antes de comer nos convida una nueva cosecha, una marihuana que todavía no hemos probado pero que puede ser esa que nos haga sentir especiales, esa que más minitas nos haga levantar.

Alguna vez Woody Allen protagonizando a un comediante newyorkino en su Annie Hall dijo que odiaba que su público esté fumado, que eso hacía todo más fácil, que los fumados se reían de cualquier cosa. Quizá la persona tras el asado pensó que esto haría más fácil su trabajo, que abriría mis papilas gustativas con la facilidad que se abre una puerta mecánica, sólo parándose ahí enfrente y esperando el resultado iminente. Y quizá lo logró, o la carne era muy buena, o el cuchillo estaba muy bien afilado. Era un asado simple, chorizo, costilla y matambre; la balacera se abrió y sentí el calor de los proyectiles calando mi esófago. Rendido olvidé tener un arma que disparar y un enemigo que derribar, no tiene sentido buscar errores cuando se está disfrutando.

Mucho después volví a mirar el plato de quien cocinase las partes de este animal que fracciono y mastico, el plato de quien parecía tener total dominio sobre el mismo. Un dominio que me hizo imaginarlo dando muerte al cuadrúpedo, cargado al hombro su media res, colgándolo luego y seccionándolo con su propio cuchillo pensando en la forma y el tiempo de cocción que se necesitaría para servirlo. Miro su plato y está lleno de hojas de rúcula y queso rallado que inca y lleva a su boca sin parar; lleno de carne que el no iba a masticar.