lunes, 3 de diciembre de 2012

Di lo olivare

Ha!! el placer de sentarse y ser atendido... Todos en la península lo conocemos en mayor o menos medida, lo utilizamos con mayor o menor frecuencia y es un vicio que resulta insostenible para los recién llegados y carentes de trabajo fijo en estas latitudes como nosotros.
Cuando sólo el invierno dictamina que la noche ah de caer llegamos al lugar y nos sentamos sobre altas banquetas de madera, apoyamos nuestros codos sobre una mesa hecha de la misma madera que las sillas y nos miramos fijo con ojos famélicos y errantes.

_ ¿Milanesa?  Pegunté y esperé a que mi compañero me haga algún gesto que confirme la predecible coincidencia de nuestros deseos culinarios. Lo hizo, así que alcé la frente, miré al cantinero, mostré dos dedos y modulé con exageración para que no hubiesen dudas sobre lo que estaba pidiendo.

_M-I-L-A-N-E-S-A...

La cantina se llama La Porteña y al cantinero de algún modo lo conocemos, creo que es un argentino que habla como italiano, o un italiano que compró una parrilla argentina, o un mexicano que vivió en Italia y le compró la parrilla a un argentino; en realidad eso no importa, lo cierto es que sin mediar palabra puso manos a la obra y desde atrás de su barra, la que divide la clientela de la cocina, mandó de inmediato a freír las dos porciones de milanga y cortó los panes sobre los que ésta reposaría.

Qué bien se siente ahora esperar y planear cómo se cometerá el crimen contra la vaca muerta... imaginar combinaciones y posibles desenlaces para una historia que espero termine con un bufido de placer y una mano sobre mi panza, por entonces hinchada y rebosante . Entonces maquino y achico los ojos, muevo las pupilas de derecha a izquierda y pienso...

_Creo que tomaré el chipotle y sazonaré el interior de la torta hasta que parezca que la vaca murió de veinte puñaladas; tomaré la salsa verde y con ella formaré el prado sobre el cuál la vaca pereció. Por último, y ya con lágrimas en los ojos, cerraré el sarcófago y mis manos llevarán el cuerpo a su última morada, al descanso eterno entre jugos gástricos y un intrincado laberinto intestinal para luego volver al mundo transformado, aunque de eso prefiero no hablar para evitar cerrar estómagos delicados...

El silencio hace patente la carencia de energías debido a un hambre voraz, entonces no queda más remedio que esperar, y esperar es sinónimo de padecer. Estuvimos así callados por más de quince minutos hasta que el cantinero salió de atrás de la barra con los dos sándwiches; y aún después de que los posara sobre la mesa parecíamos dos monjes tibetanos consagrados a la reflexión silenciosa mientras procedíamos con el plan que cada uno urdió para condimentarlo. Sorpresivamente dimos el primer mordisco, calma y desesperación de nuestros caprichos, al mismo tiempo.

Ahora no veo nada, mastico con los ojos cerrados y el sabor me transporta a una latitud universal de alimentos cuyo sabor alcanza el 110% de sus capacidades, donde cada ingrediente explota formando un todo que lo hace a uno tocar una porción sintética del cielo con la punta de la lengua; estoy seguro de que si existiese en algún lugar una isla llamada McDonalds, este sándwich hubiese sido arrancado como fruto autóctono de uno de sus árboles más preciados...

Otra vez abro los ojos pero sólo para poder calcular la próxima mordida, cuando, desenfocada detrás de la torta, veo acercarse toda la belleza atemporal de una chica a la que conocemos poco pero saludamos mucho. Ojos marrones que humillan el clliché de belleza que imponen en nuestros días los ojos claros y una nariz tan fina, llena de pecas que se distancian y aclaran hasta desaparecer entre pómulos que son tonos perfectos del acorde que forman sus facciones todas... A medida que se acercaba comprendía haber visto esa belleza en otro lugar; en olivares italianos quizá, pensé, en películas de época donde, a espaldas de su gordo y celoso padre, su amiga y ella trabajaban y se confesaban coqueteos secretos con los jóvenes arrogantes y engominados casanovas que querían cortejarlas; cortaban aceitunas e imaginaban sus cuerpos vestidos de blanco, un altar y al párroco del pueblo, luego a su padre desenvolviendo el pañuelo que cobijaba su más amado objeto, el bufoso, el cuál pasaba a pertenecerle a su marido para que la cuide ahora que su padre no podría hacerlo más.
Su imagen fue lo único que puedo abstenerme de dar el segundo mordisco y esperé a que se nos acercara aún más.
Nos saludamos, trabaja al lado de donde estábamos comiendo y como nos veía seguido comiendo ahí en la Porteña nos preguntó, sonriendo como uno de los ángeles tallado en mármol en la basilica de San Pedro, si nos gustaba mucho ese lugar.

_Y si -dije con apenas una mueca de felicidad- siempre que nos podemos dar un lujito venimos...
Respondí sin pensar, y al hacerlo me invadió un calor que me hizo entender que el lujito del que estaba hablando era una torta de 50 pesos mexicanos y ni siquiera había podido pagar una gaseosa para pasarlo; cualquier pretendiente que ella pudiera tener sería capaz de rolar un porro con un billete de 50 pesos y fumárselo sin toser.

No hubo que esperar mucho para ver su reacción, hizo una mueca entra la lástima y la risa y preguntó si esos eran nuestros lujitos. Encorvado, sosteniendo el sándwich con las dos manos a medio camino entre el plato y mi boca y con cara de perro que fue sorprendido hurgando en la basura me limité a asentir con la cabeza mientras ella seguía sonriendo y se daba vuelta, nos daba la espalda y nos saludaba con el dorso de esa hermosa mano derecha en la que algún día un casanova pondrá el anillo que la sacará de los olivares y por ende de nuestras vidas hasta que la muerte los separe y aún después. Quedé desconcertado y con la boca abierta, lentamente subí la torta y dí el segundo mordisco; toqué el cielo otra vez.



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domingo, 4 de noviembre de 2012

Totopos

Tuve una idea que implicaba tocar cosas que no debía tocar. Cómete esos totopos y morirás!! O, mejor dicho, cómetelos o morirás!! Como si fueran de nadie cómetelos, por que el precio se lo paga después o quizá ni siquiera se lo termina pagando; aunque cualquier zorra karmadicta quiera decirme lo contrario yo ya estoy bastante convencido y acepto como destino comerme estos totopos sin esperar reprimenda alguna. Me propongo hacer como si nada hubiese pasado, van a llegar todos y no voy a tener excusas ni me voy a reír, solamente me voy a mostrar indiferente; por que podría romper la bolsa vacía y tirarla cerca de la cucha del perro, decir que yo estaba tranquilo escribiendo en la habitación cuando bajé a ver si los totopos estaban donde los habían dejado y me di cuenta que el perro se los había comido; ami no me daba bronca por que yo no los quería comer, los quería cuidar por que capaz ustedes sí los querían comer y volvían con el quesito y la paltita y pucha che... los totopos no están más. Pero esas excusas son para putitos, el que quiera totopos que vaya a comprar más y al que le joda que me los haya comido que venga a pelear, las cuentas las arreglamos acá y no con el mercenario mediador del señor.
  Si me apuntaras con un arma y me dijeras "Cómete esos totopos!!" yo no los comería, los masticaría y los escupiría en tu cara de maleante dejándote temporalmente ciego, lo suficiente como para levantarme de la silla que habías atado a mis espaldas y tratar de correr hasta donde pueda prender una hornalla con los dientes y quemar la silla, esperar a que se queme la soga, liberarme; mirarte dando tiros al bulto, tratando de sacarte los totopos de los ojos. Después voy a caminar piola hasta sacarte el arma, abrirte la puerta y patearte el culo en la verja para dejarte tirado en la vereda; por último buscar mostaza, comer totopos, limpiar el desorden de la silla, salir de casa, vender el arma, comprar más totopos, volver a casa para comerlos y eructar tocándome la panza como un gitano que vuelve de concretar una chafa.

jueves, 4 de octubre de 2012

Última cena


Una gota de agua rueda y obliga a cerrar mi ojo izquierdo. El reflejo del espejo la muestra al caer e intento limpiar sus restos como si se hubiese desbarrancado desde el párpado derecho; "error de novato" -pensé- mientras miraba al maestro del arte de las tijeras moverse sobre su espacio con la calma y la premura que sólo las décadas de trabajo sobre un mismo lugar otorgan. Su nombre es Horacio y para quienes vivan en barrio Parque Atlántica no necesita introducción. Siempre me pregunté en qué momento y debido a qué fenómeno los peluqueros de antaño se convirtieron en peluqueros vigentes hasta el día de hoy; peluqueros que, despojados del noble título de barberos y asediados por centenares de bufones de la profesión que no pueden encontrar su lugar ni en el pasado ni el futuro por estar estancados en la ciénaga de la mera reproducción de una moda que no sólo carece de calidad, sino que le basta con florecer para automáticamente marchitarse sobre ese terreno pantanoso que llamamos cosmovisión; se hacen un lugar en el mundo como los últimos exponentes de un estilo ajeno a la vorágine que guían bitches caprichosas y locas por los rulos en un estudio hermético y maquiavélico desde un país que sólo conoceremos por fotografías.

Es sabido por toda la comunidad que de pibe tenía un dominio absoluto del espejo. Sus manos respondían a la treta derecha/izquierda como si habitase ambos planos, realidad y reflejo. Una carrera harto prolífica en el tenis amateur casi lo catapulta a la fama si no hubiese sido por que en el deporte no se encontraba con el Horacio que quería ser. En el tenis se destacaba por añadidura, por esa manera tan particular de poder trabajar con total independencia sobre el plano invertido y el plano propio; pero el talento deportivo eran simples gotas que rebalsaban de una copa constantemente atestada en sabiduría sobre espejos como canchas y tijeras como raquetas de un encordado extremo duro de romper. Al fin y al cabo lo más interesante de él fue la forma en que los años lo criaron a guisos y bagna cauda, que al probarlos, podía verse en su cara de regocijo y sus modales innatos que lo paladeado en su boca no eran caracús ni kilos de ájo, lo que llegaba a su sistema nervioso central era el sonido de un crustáceo al quebrarse en una costa muy lejana donde el sol nunca deja de brillar, era el sabor del caviar que irónicamente nunca habría de probar.

Ahora, cuarenta minutos después de haberme sentado de piernas cruzadas a beber mi lata de CocaCola y leer Los pichiciegos sobre una silla que fue comprada en el mismo año en que fueron construidos los CPC`s; veinte minutos después de haber comenzado una larga y enriquecedora charla sobre gustos propios y agentes externos que pudieran darle a Horacio una idea clara del cúmulo emocional que llevaba mi trasero a ese lugar en busca de lo que creí (y aún creo) haber perdido por negligencia o descuido; esa forma esbelta de peso medio que aguantó una estampida de pasos resonantes hasta los huesos, en los que cada zancada que caía sobre el terreno imaginario de las estrellas se apoyaba sobre un suelo de mármol blanco de hace un millón de años, una pieza transitada por milenios revestidos de gloria que actualmente se resquebrajaba si intento andar sobre su superficie aunque sea a hurtadillas. Ahora me quito del ojo correcto la humedad que dejó la gota al caerse y no estoy seguro de haber encontrado lo que estaba buscando; el corte está listo, parezco el protagonista de Mad Men o un marinero tipo colección de Jean Paul Gaultier, estoy conforme, pero no me parece haber vuelto a entrar "en mi zona" otra vez, moviéndome libremente sin el peso que genera el miedo a tomar malas decisiones. 
Lo que he perdido es el mojo, esa atracción innata que se refleja desde los ojos hacia quien sea que esté en frente, esa capacidad de estar en el momento correcto y el lugar indicado constantemente casi de manera inconsciente; como le pasaba a Ayrton Sena tanto arriba como abajo del auto. Abajo captaba todas las miradas, el público femenino proyectaba sobre su imagen cientos de deseos que partían, encontrando como única explicación, de ese magnetismo hechizante inmanente a su ser. Los hombres lo admiramos por tener ese talento y ese porte que reivindica al género. Arriba del auto, cuando aceleraba, él no veía la pista, lo que veía era un túnel, una abstracción que lo llevaba a pensar que era dios quien manejaba por él; vaya ironía del destino... ¿Cambiaría yo un trágico final por algún tiempo más en contacto con mi quintaesencia? No lo sé aún, no pensaré en ello. Subo a mi bici/moto y acelero con los ojos cerrados; como si en el viento se encontrara la respuesta, ahí, en un finito entre el bondi y un camión cargado de ladrillos, el cual arranca con una explosión que baña el pequeño espacio por el que paso de un vaho negro de desechos gaseosos que se esfuman sobre un horizonte de nubes naranjas y enlutadas, promesas de melancólica tormenta.

Más tarde y practicando una nueva actitud de acuerdo a mi nuevo corte de pelo decidí probarme, necesitaba confirmar si podía mantener mi mojo encendido o perecería en el intento. Caminé por el centro y luego de unos instantes la estaba besando como me había acostumbrado a besarla, aunque en este caso me costara un mayor esfuerzo de concentración y varios cambios de postura repentinos que evidenciaban la necesidad de tomar prestado del personaje que había generado aquello que antes se desprendía de él sin complicaciones ni trabas. Pocas cuadras distaban entre nosotros y el lugar que sin saber elegiríamos, uno en el que una chica se siente como es merecido hacerla sentir.

Subimos y pensé que todo había vuelto; cruzando la puerta dos mozas se acercaron mirándome como si quisieran que les preguntase a qué hora salen de trabajar. Nos ofrecieron una mesa arriba y una de las dos nos hizo seguirla; subiendo las escaleras movía el bote en frente mío como si estuviese bailando. Obviamente mantuve la compostura. Tomamos asiento con mi chica mientras la moza me miraba como si hubiese llegado solo, como si hubiese estado esperándola a ella para sentarnos y ordenar vino a una de sus colegas; pero eso no pasó ni iba a pasar, pongo los ojos donde siempre debieron estar y nos preparamos a pasear la vista sobre un sobrevaluado y poco variado menú. Estoy contento -pensé- quizá todo este asunto del mojo perdido había sido sólo un sueño o una ilusión y ya estaba de vuelta para quedarse o hasta quizá nunca se había ido! Todas estas ideas me entusiasmaban. Levanté la mano para ordenar cerveza.

Pasamos un buen rato, bebimos y repasamos recuerdos y sus repercusiones. De repente se entrecruzaban opiniones como puntadas de hilo formando un exquisito entramado tan elegante como exótico; líneas horizontales anchas de colores realmente gastados por el paso del tiempo; pasteles que perdieron cualquier rastro de estridencia que en ellos se pudiera evidenciar y ahora parecían salidos de entre piedras erosionadas por el agua subterránea de alguna cueva tipo fiebre del oro, un espectáculo digno de ver. Pero entonces menguaba la intensidad de la charla y otra vez se cruza por mi cabeza aquella analogía con Ayrton Sena, la del túnel, la abstracción, la de aquella carrera de Mónaco en la que ganaba por una ventaja imposible de descontar y en constante aumento cuando desde boxes le recomiendan que reduzca su endiablado ritmo por que tenía la carrera ganada. Aminoró su marcha pero perdió el foco, en ese acto de cautela dios se bajó de su butaca y lo dejó sólo. Faltando escasas vueltas perdió el control y se estrelló sólo a un costado del circuito. Eso mismo sentía yo, desde boxes me ordenaban desacelerar y no podía hacer otra cosa que obedecer y verme inminentemente aplastado contra el muro.

El silencio llama al consumo y el consumo ataca nuestros nervios otra vez, repasamos la carta con detenimiento y en un rapto de estridencia, casi gritando, pedí una pizza de palmitos; ¿Por qué pensé que pedir una pizza de palmitos podía llegar a hacerme sentir mejor!? ¿Pensé quizá que así habría de alcanzar a tocar mi mojo con el cuero de la billetera!?
La pizza llegó y me sentía pobre como hacía tiempo no me sentía, como cuando uno derrocha y un día cuenta los billetes que venía sacado a ciegas; lo más seguro es que no sean tantos como se esperaba! Y los palmitos eran bloques crocantes, duros por dentro; yo los recordaba deshacerse con la textura suave del interior de una papa de McDonalds, crocante por fuera sí, pero por dentro la ternura de la adolescencia en el primer mundo. El queso prometía mucho a los ojos pero no otorgaba mucho al paladar; la cerveza siempre va a ser lo único en lo que se puede confiar aunque su precio no se condiga con su materia. 

Aparentemente todo seguía bien hasta que sin previo aviso empecé a sentirme como el la bodega de un barco, como el marinero de Jean Paul Gaultier después de ser retratado, de vuelta al trabajo, transpirado, sucio y sin la ropa chula con la que lo habían vestido para la sesión. Me paré para ir al baño y las paredes de concreto se transformaban en largas tablas de madera, los muebles en enormes cajas de mercadería almacenada en ese recinto húmedo y oloroso donde se apilaban las inversiones de decenas de mercaderes. El lugar tenía cajones de madera vacíos y torcidos por el mecer de las olas a modo de cuadros, marcos vacíos y torcidos igual; otros marcos vacíos y torcidos igual dentro de los anteriores y así sucesivamente! 
La imagen me obligaba a tropezar cuando me dirigía al baño y las mozas me vieron pasar con la mirada desenclavada; perdieron todo interés por mi en el lapso mínimo de quince pasos. Por otro lado mi chica esperaba el retorno de su Odiseo como una Penélope sobre una costa a la que me parecía no llegaría jamás. 
El hecho de volver y sentarme no significó estar ahí; volvimos a algún tema que había quedado pendiente antes de irme pero yo seguía absorto,  me era imposible lidiar con lo que estaba pasando, ¡Mi mojo! ¿¡Donde está mi mojo!? gritaban mis entrañas al tiempo que intentaban regurgitar los palmitos deglutidos, esos mismo que luego quedarían estancados durante días en mis tripas, disfrutando como en un all inclusive con yacuzzi de jugos gastricos y masajes intestinales. Ya estaba camino al guardarrail a toda velocidad cuando manotié la última tajada de pizza y la comí sin premura, sin ganas, con la boca abierta; estaba knock-out y veía acercarse el gancho que daría el toque de gracia.

Fue sólo un reflejo; me levanté, la besé y me fui sin dar explicaciones. Caminando hacia la salida dirigí de reojo una mirada a donde estaban las mozas, que se reían y me miraban como a un impostor, un descarado que casi las engaña; uno que dejaba palmitos secos y bordes de masa como restos de su última cena como el galán que fue. Me prometí pasar una temporada recluido al resguardo del hermetismo, como un alquimista en busca de la fórmula con la que logre recuperar su mojo perdido...
Una vez afuera la noche se presentaba fría y cerrada, imágenes de iglesias góticas y palacios poco iluminados. Paré a comer una empanada como para tener algo qué hacer y dejar de pensar mientras caminaba, pero claro, tuve que pagar por mi comida y eso me hizo imaginar dos sillas, una vacía; dos vasos, ambos vacíos; una tabla de madera y sobre ella restos de queso y salsa golf, palmitos que irán a la basura; una moza acercándose con un papel lleno de números que seguramente, sumados todos, alcanzarían las tres cifras y una doncella en apuros abandonada por su galán, una que debería de pagar la negligencia de esa especie de desconcertado embaucador que camina con paciencia su destierro.






martes, 28 de agosto de 2012

Depende

Un dentista tararea la canción  "Depende" de Jarabe de palo, parece estar tranquilo mientras lo siento manipular instrumental dentro de mi boca con la serenidad autoimpuesta de alguien que acaba de enfrentase a  una tarea que, de poder elegir, hubiese descartado antes de empezar. Solamente deja de tararear para decirme "Grande, más grande" y ahí me doy cuenta de que todavía puedo abrir la boca un poco más, descubro músculos que no sabía que tenía e intento ayudar para que todo sea más rápido; no por que esté sufriendo o muriendo del dolor, de hecho estaba por demás anestesiado; es que tenía la intención de llegar a tiempo a casa para ver el partido de EEUU en el básquet olímpico, uno de esos lujos cotidianos que me mantienen en la quietud contemplativa de un no lugar; una sensación de bienestar pleno estilo comedia romántica con buenas actuaciones o cualquiera de George Clooney. Tristemente ese era el punto fuerte en el plan del resto de mi día y a él planeaba aferrarme para no darlo por perdido.

En resumidas cuentas fueron 45 minutos de tarareo cada vez más nervioso cambiando de destornillador a pinza; fuerza, fuerza, pinza y turbina (una cosa que giraba rapidísimo y sacaba humo y chispas cada vez que tocaba el diente que debía seccionar), de turbina a pinza otra vez y vuelta a hacer girar el destornillador para sentir apenas unos pocos e insuficientes clacks! que sólo amagaban con desprender las raíces del fondo de mis encías. Entonces el tarareo se tornó cada vez más ruidoso, como si fuera la única manera de censurar todas las palabras con las que quería apodarme, o apodar a mi madre por haberme largado a la vida con estos dientes en esta ciudad, en este distrito y este código postal; donde, por esas casualidades de la vida, terminé golpeando a la puerta de este dentista y obligado radioescucha con una radiografía que haría estremecer de pavor a cualquiera de sus colegas.
Después de ver que mi boca no podía abrirse más, que no tenía más diente que limar con la turbina y que el destornillador casi no lograba producir más de esos toscos y esperanzadores clack's!, recién entonces me dijo que eso era todo, que había logrado sacar las coronas pero que las raíces se quedaban donde estaban para ser operadas en un futuro no muy lejano, donde él esperaba (por alguna razón que me explicó pero no recuerdo dado que mi mente no podía contener la furia que provocaba el hecho de haberme perdido el único evento que me importa de todos los deportes y disciplinas olímpicas; las cuales, todas y cada una, iba a tener que mirar durante el resto del día por que debería quedarme tranquilo en casa donde el zapping hoy en día es tan aburrido que no supera la marca de los 1o segundos) que las cosas sean más fáciles para sacar de ahí abajo a las bastardas.

Helado mediante popote y gordo Bonadeo son el folklore de mi día; el hielo me ayuda a calmar lo que tres Ibupirac 600 ingeridos en el corto lapso de hora y media no lograron calmar; ese dolor que no es dolor, un ente celoso que quiere tener para siempre toda mi atención sabiendo que me hace pasarla muy mal. No le importo yo, sólo le importa que no piense en otra cosa que no sea él y lo logra con una naturalidad abrumadora.

Todo lo que consuma tiene que ser frío, todo bebible; un infierno de frescos y lácteos que desatan un ataque de nervios al mejor estilo Cris Morena. Nunca tuve tantas ganas de comer un sandwich, nunca sentí esto que siento al abrir la lacena y ver una bolsa de pan lactal, su packaging simple en color blanco y rojo que dice con letras azules la palabra "LACTAL". Por primera vez entiendo y hasta siento vergüenza por no haber respetado como es debido a esa tirita roja que lo ata y lo preserva de la humedad, que lo mantiene esponjoso para que uno pueda, al dejar caer una feta de queso sobre una de sus rodajas, verla ondular y apenas rebotar como si cayese desplomada sobre un colchón de exhibición en algún local amplio e iluminado; así como sucede en las publicidades de McDonald cuando caen, amarillas doradas, las fetas de cheddar sobre hamburguesas humeantes que parecen chillar de sabor... o serán mis tripas las que al mirarlas chillan y me confunden, es algo que aún no eh podido distinguir. Después más fiambres; dos fetas de jamón crudo o cocido, de salame o mortadela y rodajas de tomate tan anchas y simétricas que forman una base pareja para la lechuga, la cual deja caer algunas gotas de agua como evidencia de su frescura y pulcritud. Así mentalmente lo armaba y lo comía con los ojos cerrados, parado como un idiota que con una mano mantenía la puerta abierta a un mundo de sólidos imposibles de desgarrar y con la otra se punzaba el maxilar, ese lugar de donde se arranca ese dulce dolor que resulta tan mórbido y disfrutable como el beso garroneado a una mujer que no hace eco del amor que uno le ah proferido proferido... para terminar el sandwich no está de más derramar un poco de aceite.

Como venía diciendo, el armado mental fue espontáneo, no sabía qué tenía adentro esta especie de sandwich virtual que imaginaba, sabía al universal denominado sandwich y lo disfrutaba como si fuese la primera vez que probara uno. Abrí los ojos y cerré la lacena, podía sentir que mis tripas se movían y hacían ruido; y entonces, justo cuando pensaba salir de entre esa fantasía misteriosamente sensual de fiambres, panes y quesos, aparece un complemento que había pasado por alto y que ahora se proclama casi como un extraño milagro publicitario: Un vaso cuasi congelado y a su lado una Otto Schneider transpirando como salida de un video de reggeton, gotas grandes y morenas de sudor cocido al perreo. Una vez decantada la imagen no entiendo qué me golpeó,o qué nos ah golpeado; ¿Me quitará esta noche el sueño la necesidad de saber qué estrategia publicitaria produjo el milagro de devolver a la cerveza Schneider al inconsciente colectivo?

Y boludeces otra vez; el gordo y a Bolt que no lo quiero ni ver. Odio el yatching y el judo me dan ganas de vomitar; del fútbol femenino no rescato una y el dobles mixto es más aburrido que jugar al fútbol en un equipo de Caruso Lombardi.

En un futuro obeso cuando los sponsors le ganen la batalla a sus sponsoreados y las olimpíadas  desaparezcan, los niños se acercaran a mí, jadeantes por el esfuerzo realizado al caminar y preguntarán:
-Señor, señor! ¿cómo eran las cosas tiempo atrás? cuéntanos sobre las olimpíadas, ¿eran tan increíbles como las describen papá y mamá?
-Y... eso depende...
-¿De qué depende?
-De según como se mire pendejo; si lo miras con la cara y los huevos hinchados, tirado en una cama sin poder comer nada sólido; mmm, entonces te diría que era preferible mirar un programa sobre las diez maneras más estúpidas de morir y ver si tenes algo a mano para probar alguna.

viernes, 1 de junio de 2012

Naranja

De noche los puentes se ven como los boliches se ven de día, cubiertos de ese misterioso efecto que produce la descontextualización. Caminaba tranquilo ahora que sabía que el auto, aunque bastante lejos todavía, seguía sobre cuatro ruedas y estaba aparentemente cerrado como lo había dejado cuando me fui horas atrás. Rejas y hierro herrumbrado, pintadas; se formaba una imagen de las que se ven en las películas policiales antes de que llegue la patrulla. A mi derecha un callejón, imagen completa...
Las luces de la calle tienen el color de la luna cuando está amarilla y fuerte. Al lado de uno de los postes que la manaba seguía mi carro destilando soledad. Sus aposentos son la única zona franca que queda en una ciudad atestada de impuestos a la existencia, de monedas y billetes que cada día encuentran un nuevo destinatario, una nueva necesidad como la de saber que hay alguien que se preocupa por tu auto, uno que achica los ojos mirando con recelo a cualquiera que se le acerque y todo por una módica suma de dinero; "en tu opinión será módica" le dije entonces, cuando intentaba acodarse en el techo bajo de mi móvil y me miraba a los ojos, intentando sacar unos ducados de mi bolsillo con ese arte de la palabrería que tanto domina pero que esa vez falló, quedó mirando el polvo que levantaron las cubiertas al acelerar rumbo a donde estoy parado ahora poniendo llave en cerradura; ésta entra, gira y "clack". Todas esas escenas de películas donde uno es abordado desde atrás y metido dentro del auto a la fuerza, después la sensación del acero frío en la nuca y la frase de libreto: "manejá" se me vienen a la cabeza pero nada de eso pasa y ya estoy adentro con el auto está en marcha.


Comencé a rodar de buena gana, escuchando un disco de canciones indiferenciables entre sí, rock&roll del que obliga a aplicar presión al acelerador y desata visiones de espectaculares accidentes; tumbos, choques, desbarranques desde el asfalto hasta el río que corre a un costado, humo y gritos de personas que miran incrédulas el espectáculo en que quedaron inmersos. Zig zag y semáforos, bocinas, peatones y ciclistas; la noche no detiene esas cosas, solamente las hace más molestas... 


Aquellos con quienes compartí la noche estaban comiendo un chori al costado del embudo vehícular de conos naranjas que disponían hombres con mamelucos y cascos también naranjas, listos para repintar las líneas blancas de la senda peatonal. Maldije a uno de los uniformados que no me dejó pasar sin ningún motivo aparente y después toqué bocina para saludar a mis colegas que respondieron el saludo con la mano que les quedaba libre. Al lado de ellos, un cliente que nada tenía que ver con mi saludo mordía el sándwich justo cuando sonaba el claxon y se alarmaba tanto como para volver la mirada hacia la fuente del ruido, entonces vi cómo se caía medio pedazo de chorizo sobre su regazo, pude notar que le había puesto doble ración de salsa golf y varios pimientos de un rojo sospechosamente claro. 


En la ciudad no existe lo que podría denominarse atajos, solamente existen caminos alternativos, que son más largos, pero se mantienen relativamente al margen de la vorágine cíclica estilo víctima/victimario que toma el control de cada volante en las calles más transitadas. Como dentro de un globo de diálogo de historieta, al lado de mi cara y torsos encuadrados en una viñeta aparece un pensamiento: "demasiado por hoy"  Lo siguiente en aparecer son mis ojos rojos en actitud desafiante, después una rueda algo desenfocada y la onomatopeya "hrrrrr" dentro del humo que ésta despide. El auto de atrás queda mirando el pavimento cuando tomo un giro a la izquierda para seguir el camino a casa por un lugar por el que pueda transitar algo más distendido. Subo una leve pendiente cercada a ambos lados por vegetación, árboles de varios tipos en los que encuentro algún tipo de distracción amena; hasta que colgando de la rama de uno de ellos veo una imagen que me deja helado: Un chaleco naranja colgando como una bandera, como un moderno espantapájaros, o quizá sean las banderas en sí sólo otra forma de espantapájaros, otra forma de dividir lo tuyo de lo mío cuervito mordelón, incansable anarquista en busca de lo que dios te prometió y el hombre te niega. El espantapájaros te advierte que la única justicia a la que te vas a enfrentar es la del rifle. La ley de la bandera no es tan directa por el hecho de saber que de tu presencia se puede extraer algo a cambio más allá de tu carne en una hoya a presión; cuervito, tus plumas son mis peñiques, una bandera me da la misma rabia que a vos te da el espantapájaros. La situación merecía una leve inspección así que bajé la velocidad y miré en dirección al chaleco, el velocímetro marcaba 20 Km/h pero estoy seguro de haber ido a menos, modalidad gangster: on. Busqué al autoproclamado dueño de esos espacios públicos, a aquel que abordaría al dueño de ese Palio gris, ese Gol modelo viejo azul y los tres Fiat uno blanco, rojo y negro respectivamente al momento de abrir sus autos; no sería un robo y secuestro como el que había imaginado al abrir mi propio auto algunos minutos atrás, pero sin duda sus dueños algo deberían resignar. Lo vi sentado en su silla entre dos árboles, con la radio en su mano, vistiendo enteramente de negro. Lo miré, me miró, nos miramos... 


Lo único malo de estos caminos alternativos es que en algún momento se acaban. De vuelta en el mainstreem automovilístico me enfrento a una rotonda y espero mi turno para entrar. Dejo que pasen tres autos que parecieran estar compitiendo por ver quien sale primero de esta genialidad de ingeniería civil. Como siempre, entrar es muy fácil, pero salir suele ser difícil, sobre todo cuando un colectivo entra haciendo caso omiso de la regla elemental de las rotondas, esa que las convierte en una maravilla moderna: el simple hecho de tener que esperar a que terminen de circular los vehículos que están dentro de ella para luego dar paso a quienes quieren entrar. Cabeza hacia adelante y velocímetro en cero; la ira empieza a subir desde mis pies como una nube de calefacción que mana de la zona baja del auto. Colectivo de la empresa Coniferal, línea N5, colectivo color naranja...


Pero oh barrio! Querido barrio que bueno es entrar desde la ruta a una de tus calles y disfrutar de tu silencio, tu tranquilidad, de tus veredas limpias. Las luces de mi auto alumbran tus calles que están más oscuras de lo que deberían pero está bien así, sobran las razones para demorar un poco la llegada, sintiéndote. Pausa, viñeta en negro... De pronto vuelve un diagrama como de historieta a regir mis actos: ojos alertas y cejas fruncidas ocupan todo el cuadro, globo de pensamiento a un costado "¿Qué es ese olor? ¿Ese ruido?". Doblo a la esquina y me puedo ver gritando "Cáspita!", manos sobre el volante que se extienden rígidas hasta los hombros, cara de sorprendido y signos de admiración y pregunta alrededor de mi cabeza; la próxima viñeta mostrará un camión naranja cruzado de lado a lado de la calle, el conductor con la cabeza fuera del vehículo y una sonrisa enorme que no augura nada bueno... el camión muerde desechos en el acto repugnante de compactar lo que cada vecino dejó en el cesto, esos trozos de intimidad velada. Parece que le divirtió el hecho de tenerme esperando y no planeaba moverse, dí marcha atrás y llegué a mi casa tomando un desvío. 


Para el momento de entrar el auto ya estaba cansado, molesto y hambriento... muy hambriento, como si antes no hubiese reparado en eso debido a estar concentrado en esquivar objetos naranjas durante todo el camino, como si la ira hubiese llenado un hueco que ahora demandaba atención urgente. Puerta, puerta y cocina, ya podía oler el aroma a tranquilidad de la victoria. Chequeo general... Heladera: nada, microondas: nada. Mi rostro empalidece temiendo lo peor. Me acerco visiblemente horrorizado al horno y lo abro intentando no mirar. Solo lentamente vuelvo primero los ojos y de a poco la cabeza para ver en su interior una fuente llena de zapallo, calabaza y zanahoria cocinadas al calor del horno y bañadas en su jugo de putrefacción naranja! http://9gag.com/gag/2346416 Si fuese yo quien sostiene el cartel no pediría nada a cambio.
   


lunes, 26 de marzo de 2012

Un Western

La realidad virtual está inmersa en una carrera por encontrar en el desgaste mental un reemplazante directo del desgaste físico, al que por ende relegaría al plano de molestia innecesaria. Ya no son muñecos estáticos que se mueven sin dificultad y de a parcelas, jugar un River vs Boca perdió dinamismo y en el plano defensivo se cometen errores ínfimos que pueden fácilmente derivar en una baja moral del equipo y de eso se sale sólo con suerte o con alevosía; es muy difícil entrar otra vez en juego cuando todos se acobardan y se esconden, o los únicos capaces de marcar diferencias están imprecisos y el porte del centro delantero se desgasta en vano una y otra vez, siendo arrebatadas sus limitadas energías en centros intrascendentes y corriendo pases que nacen de rechazos.

25 minutos del segundo tiempo y la pelota se va al corner para el equipo rival. Miro el joystick, miro el vaso de cerveza y le doy un trago apresurado; quien maneja mis contrincantes hace lo mismo y espera a que yo termine para patear. Un lapsus me hace reflexionar, perderme en el placer helado que baja por mi pequeña traquea, llevándome a uno de esos ataques de tranquilidad de los que no se vuelve así como así. Sale disparado el corner y mis ojos están cerrados, mis labios también, comprimidos en una mueca como una media sonrisa extasiada. La pelota vuela dentro del área y lentamente vuelvo a la realidad; un pelado con la camiseta del otro equipo salta por delante del defensor que tenía dispuesto para marcar a dicho pelado, le gana la posición casi como en burla y es suyo el gol, suya la gloria; pelado hijo de puta.

El partido terminó así, 1-0. Primero le eché la culpa al rival por hacer un gol tan boludo, después le eché la culpa al yoga que hice alguna vez y dejó en mí esos lapsus como secuela que me recuerdan haberme ido debiendo un mes de clases. El perder me relegó del juego, dejé mi lugar a otro jugador para ocuparme de tareas domésticas, prender el horno y poner a calentar el pastel de papas que quedaba del mediodía y después ir al quiosco a comprar más cerveza. Esa apuesta perdida uno por cero fue solo el comienzo de un camino profundo que me llevaría a experimentar una nueva dimensión en lo que a apuestas se refiere; debí de recordar entonces que todo siempre puede ir peor.

3 pm en un barrio residencial: calor de duelo de lejano oeste pero asfaltado, sudor como de quien espera por apretar el gatillo frente al más rápido y duda cuando está por dar el noveno paso. Un envase de cerveza como arma y dos balas en el cargador; iba a ser difícil conseguir un quiosco a esa hora y en el lapso de dos cuadras gastaría mis únicas dos opciones. Llegando al primer lugar vi que la dueña salía a cerrarle el portón del garage a su marido. Me vio, la miré, y con la mirada le mandé un "agarrate una quilmes chiflada en fría que vengo cagadaso e sé". Ella respondió escabulléndose detrás la puerta principal, como en las viejas cantinas cuando se veía llegar al malón y se apuraba el cantinero a cerrar las cortinas, o en este caso a dar vuelta el cartel rojo con letras blancas que reza casi con malicia su contracara: "Cerrado" . No muy lejos la segunda bala dio en el blanco, el cantinero tenía más que buena predisposición y mientras compraba pensaba que el porvenir sería todo mi especialidad, placer culinario y tripa llena.

Entrando a mi casa encontré a los dos que me acompañaban esa tarde parados frente al horno. Les pregunté si la comida ya estaba lista y me dijeron que no, que todavía faltaba calor. Caminamos al patio, y otra vez, mientras se destapaba la cerveza, las cosas comenzaron a ponerse acaloradas. La palabrería que allí se agitaba empezaba a ser irritante y rozaba el insulto, el ambiente se caldeaba como sólo los borrachos saben caldearlo, y, quien antes me ganara uno por cero gracias a ese pelado que entró en el área tan solo y tan certero como el llanero, vaticinaba para el próximo partido, que nuevamente nos enfrentaba, una goleada inminente de su parte. Se pautaba allí un duelo justo y un resultado abrumador, algo ofensivo humillante para con mi persona... Entonces la exaltación del viento desprende un vaho de tierra seca que pasa sobre un montículo en el patio; una iguana bajo el sol e inmersa en esa exhalación espesa mira hacia arriba, altanera, como burlándose de nosotros los humanos. Un presagio esa imagen? Una invitación? Una época y miles de películas; seño fruncido y cinco balas en un tambor eran la fórmula, cinco; como diría el buen Barrico: "Uno, due, tre, quattro, cinque..." Quedó sentenciada entonces la apuesta: Si mi rival ganase cinco a cero, y sólo si ganase cinco a cero, quedaría yo imposibilitado de por vida a utilizar una sola palabra, el insulto máximo, un hiriente y despectivo vocablo que no puedo ya reproducir otra vez...

Se elegían los equipos que nos enfrentarían en duelo mientras escucho que desde la cocina gritan mi nombre. Respondo al llamado y pregunto la causa, nuestro amigo, ahora en fecha libre, responde con una pregunta: "Franquito, a vos te gusta McDonalds no?" Sospecho sea una pregunta retórica pero lo mismo respondo que sí, que me gusta McDonalds. Cuando respondo, el pastel de papas cae sobre la mesa humeando y oliendo como el cielo olería si las nubes fueran puré y más arriba de las nubes hubiese carne molida cocida al calor del sol. Sin todavía desprender los ojos del ordenador, abstraído en el once inicial de mi equipo, divago unos segundos en pensamientos que nacen desde el solo sentido del olfato, divago hasta caer a tierra arrancado de mi ensueño por una frase que aparece al salir de plano el guante que suelta la bandeja: "Menos mal que te gusta por que vamos a comer pastel de papas Tasty". Sobre el puré se había adherido una capa de ozono de queso cheddar. Si ese pastel de papas fuese el cielo, sería un cielo oxidado, amarillo e irregular extendiéndose en nubes de tormenta tóxica; un cielo que no tendría ni un Superman ni podría dar cobijo a los Supersónicos, y donde pilotear un avión estaría más duro que el Diego en esta entrevista http://www.youtube.com/watch?v=Lx49CRvpwJQ ... De todos modos se comió y se bebió, y como siempre que tres amigos se juntan también se eructó y el ambiente se distendió hasta que cayó el último tenedor y todos sabíamos que llegaba el momento de la verdad.

Los nervios se disimulan pero se reflejan en las patadas y en los despejes; ya había comenzado el partido y en veinte minutos del primer tiempo el resultado era Grecia 0-3 México. Gladiadores contra pigmeos rápidos y de buen pie. Siempre fui más hincha de los primeros y pensé que su fuerza me daría solidez, el porte de los griegos taparía todo intento de escabullirse de los mexicanos; el problema fue que los mexicanos no tuvieron necesidad de escabullirse, les bastaba con patear al arco desde cualquier posición, mirando a la tribuna, dedicando a sus parientes y amigos cada gol antes de meterlo, la situación era desesperante.

El segundo tiempo empezó con cambios obligados y una mejor actitud defensiva; pero también empezó 4-0 en mi contra, así que Grecia pasó a formar con todos abajo y dios (Georgios Samaras) de nueve. Llegado el minuto 86 creía salir airoso de una apuesta tan fuerte como improbable de perder. A los 89 llega un corner para mi rival y agradecí que entre sus jugadores esta vez no hubiese pelados. Parte el corner y es el minuto noventa, el centro cae pasado y abierto y lo cabecea el chicharito (le dicen chicharito por que es un pigmeo, aclaro) tan débilmente que parece que va a llegar sin problemas a ser despejado por una mole griega. Y en este punto debo recalcar lo mencionado al principio de la entrega, la baja en la moral del equipo ante un resultado adverso y la emanación de confianza que lleva a desarrollar situaciones ineditas por parte de quienes vienen ganando: Tenemos a Papadopoulos (1,86 m de altura y una espalda de nadador pichicateado) rechazando una brisita de cabezazo de el midget. El gigante se perfila, le da un derechaso como con una banana y la pelota se eleva mucho pero apenas sale del área, baja y la disputan, queda boyando por la medialuna del centro del área grande y el reloj marca 93 minutos. En la disputa algún mexicano la deja limpia para el chicharito que la domina, se acomoda, pecha y tira a un grandote, mira a la prima que está en la tribuna, le tira un beso, la señala y mientras le guiña un ojo patea y la cuelga de un ángulo.

Herido quedó mi orgullo y la iguana por diversión lo roía mientras éste yacía entre la tierra infértil y cuajada por la censura. Una sola palabra no puede ser otra vez reproducida por esta boca. Para saberla no me lo podrá nunca nadie preguntar a mi, por que rompería una promesa, y esas cosas las hace solamente alguien que merezca ser llamado como yo nunca más podré llamar a nadie.

lunes, 9 de enero de 2012

Desde Sonora hasta Yucatán

Las ideas suenan y toman forma, se proyectan y lo sumen a uno en el goce del anhelo del goce que se acaba de diagramar. Entrada la tarde no parece que alguna vez vaya a dejar de aclarar. No hay goce por que no hay ideas y por eso miramos un punto cerca del portón eléctrico que juega el papel de horizonte infinito, donde si nos concentramos con fuerza parece que fuéramos a encontrar lo que estábamos buscando.
Ya habiendo encontrado un patrón rítmico en la espera entre un chapuson y otro, una forma de renovar en el momento preciso el agua que se seca en el acto sedentario de esperar, aún sigo sin concebir esa idea que busco en ese horizonte artificial; parece tener que ver con el mar, con un puerto, con un barco, otro tiempo quizá. El sol y la ardua actividad intelectual me dejaron seco otra vez, el patrón sigue su curso.

En el juego se vive la tranquilidad de transitar. Se sigue una ruta que se aleja de esas preocupaciones de apariencia irresoluble que día y noche aquejan. Su lugar lo ocupan otras que, una vez decretado el final, una vez dividido el mundo entre ganadores y perdedores, dejarán ya de tener relevancia. Instantes después se vuelve a la realidad, al intento de armar un cubo mágico que todas las mañanas vuelve a estar revuelto y todo esfuerzo por armarlo parece en vano o se toma por necedad. En el juego se vive para lograr un fin bastante claro; cada cosa que nos mantenga ocupados es un juego, el trabajo es un juego, la ciencia es un juego, la matemática es un juego, la política es un juego, la guerra es un juego... la guerra, un juego, el T.E.G.

Lo más difícil fue la primera, la idea "cerradura" que mantenía a las demás atadas a su yugo, esa que una vez abierta no presenta resistencia alguna para mostrar las demás. Apareció T.E.G y se desataron juego, guerra, fronteras, puertos, rabas, alcohol, que alcohol? Campari, si, rabas, T.E.G, Campari, Campari con naranja y mucho hielo, ahh...
Abrimos y damos gracias al horizonte corredizo, nos vamos a otras tierras que prometen muchos placeres, placeres culinarios a raudales, placeres intelectuales, claro, placeres en los que el afán de poder y la insaciable sed de conquistas se revuelcan. Menos los placeres de índole sexual se podría decir que este plan los tenía a todos.

Después de haber sentido de una forma tan particular lo comentado en la entrega anterior, de haber experimentado los beneficios de una eficiente división de tareas, era evidente la necesidad de un buen planeamiento en este caso ya que la lista de actividades superaba el simple llamado telefónico, recolección de dinero y la harto incómoda tarea de bajar a recibir la pizza. División Rabas: Rebose, cocción y presentación. División Rúcula y Tomate: Lavado de ambos vegetales, seccionado de los mismo y preparación. División Campari: "Top Secret".

Calor de puerto y olor a pescado, historias de aventuras a manos de un narrador con la vehemencia y el dramatismo de un antiguo pescador y una sobrenatural necesidad de hielo para mantener a temperatura la bebida. Debo admitir que cuando idealicé la situación me imaginaba otras condiciones de lujo inadmisible, pero ahora que todo sucede es realmente como lo había sentido en su momento: tenía algo que ver con el mar, con un puerto, con un barco, otro tiempo quizá. A los cuatro nos inunda una particular satisfacción, de esas que son tan grandes por que logran ser perfectas en condiciones que no lo son. Rabas al dente, ensalada, poca, pero digna de ser alagada; Campari, tropel de naranjas y un Citric grande muertos en batalla antes de siquiera empezar la guerra.

Ya habiendo desplegado el mundo sobe la mesa llegaron otros dos dispuestos a librar la batalla. 6 jugadores, 50 países y el irremediable objetivo de ganar.

En la guerra es imprescindible mantener un orden coherente para gastar esfuerzos, un oportunismo sagaz y sobre todo mesura que guíe las voluntades cuando éstas se doblegan ante necesidades insaciables de batallas innecesarias; pero lo que por sobre todo es menester es jamás olvidar. Las batallas se libran continuamente y el tablero se va poblando de un intenso color amarillo, el norte parece ser suyo aunque "La familia" mano tras mano se lo impida. Blanco, Negro y Celeste; no conozco bandera que lleve esos colores, a partir de ahora serán de "La familia" estandarte. "La familia" nunca olvida, nunca olvida que diste un consejo por el cuál dijiste deberías un favor y después parecías de nada acordarte; desagradecido, el norte jamás será tuyo!
La fuerza de "La familia" no reside en esfuerzos personales aunque de eso nos acusen; "La familia" no se toca por que si entre hermanos se pelean nos devoran los de afuera y eso justamente es lo que intentamos evitar.

Libramos muchas batallas en las que de nada servía implorar, luchamos contra el imperio del norte desde America Central, sí, Latino. Plantaste un misil en Florida y quisiste destrozar Cuba, aunque lo intentaste a "La familia" no se puede doblegar y la resistencia se convirtió en ataque, tomamos Florida y desde México pistoleamos a la soleada California. Nos comimos tus hamburguesas y cerramos todos los McDonalds desde Sonora hasta Yucatán. Desde Tonga invadimos también en aquella mano en que atraves de puentes sólo se podría atacar; y Corea! la maldita Corea que un casi extinto color negro decidió recobrar! El celeste que decoró la parte alta de una Europa de la que amenazaban ser desplazados nuestros esfuerzos. El valor y el honor revistieron a nuestros ejércitos al verlos sucumbir bajo el dominio del azar.

Algo parecía claro, la lucha tal como la librábamos no tendría fin, eran fuerzas antagónicas sedientas de...
Sonó el timbre cuando apenas se asomaba el sol, en el departamento cada capitán aulló por que sabían que llegaba la bebida, la mesa donde estaba el mundo se convirtió en cantina cuando una de las maravillas del mundo moderno hizo las veces de cantinero; un marinero intrépido vistiendo un casco blanco muy gastado, navegando arriba de su scooter nos hizo delirar y calmar a las hordas que pedían incesantemente una ronda más. Cerveza que calmaban a los tentáculos que en mis tripas buscaban aguas donde poder navegar.