lunes, 3 de diciembre de 2012

Di lo olivare

Ha!! el placer de sentarse y ser atendido... Todos en la península lo conocemos en mayor o menos medida, lo utilizamos con mayor o menor frecuencia y es un vicio que resulta insostenible para los recién llegados y carentes de trabajo fijo en estas latitudes como nosotros.
Cuando sólo el invierno dictamina que la noche ah de caer llegamos al lugar y nos sentamos sobre altas banquetas de madera, apoyamos nuestros codos sobre una mesa hecha de la misma madera que las sillas y nos miramos fijo con ojos famélicos y errantes.

_ ¿Milanesa?  Pegunté y esperé a que mi compañero me haga algún gesto que confirme la predecible coincidencia de nuestros deseos culinarios. Lo hizo, así que alcé la frente, miré al cantinero, mostré dos dedos y modulé con exageración para que no hubiesen dudas sobre lo que estaba pidiendo.

_M-I-L-A-N-E-S-A...

La cantina se llama La Porteña y al cantinero de algún modo lo conocemos, creo que es un argentino que habla como italiano, o un italiano que compró una parrilla argentina, o un mexicano que vivió en Italia y le compró la parrilla a un argentino; en realidad eso no importa, lo cierto es que sin mediar palabra puso manos a la obra y desde atrás de su barra, la que divide la clientela de la cocina, mandó de inmediato a freír las dos porciones de milanga y cortó los panes sobre los que ésta reposaría.

Qué bien se siente ahora esperar y planear cómo se cometerá el crimen contra la vaca muerta... imaginar combinaciones y posibles desenlaces para una historia que espero termine con un bufido de placer y una mano sobre mi panza, por entonces hinchada y rebosante . Entonces maquino y achico los ojos, muevo las pupilas de derecha a izquierda y pienso...

_Creo que tomaré el chipotle y sazonaré el interior de la torta hasta que parezca que la vaca murió de veinte puñaladas; tomaré la salsa verde y con ella formaré el prado sobre el cuál la vaca pereció. Por último, y ya con lágrimas en los ojos, cerraré el sarcófago y mis manos llevarán el cuerpo a su última morada, al descanso eterno entre jugos gástricos y un intrincado laberinto intestinal para luego volver al mundo transformado, aunque de eso prefiero no hablar para evitar cerrar estómagos delicados...

El silencio hace patente la carencia de energías debido a un hambre voraz, entonces no queda más remedio que esperar, y esperar es sinónimo de padecer. Estuvimos así callados por más de quince minutos hasta que el cantinero salió de atrás de la barra con los dos sándwiches; y aún después de que los posara sobre la mesa parecíamos dos monjes tibetanos consagrados a la reflexión silenciosa mientras procedíamos con el plan que cada uno urdió para condimentarlo. Sorpresivamente dimos el primer mordisco, calma y desesperación de nuestros caprichos, al mismo tiempo.

Ahora no veo nada, mastico con los ojos cerrados y el sabor me transporta a una latitud universal de alimentos cuyo sabor alcanza el 110% de sus capacidades, donde cada ingrediente explota formando un todo que lo hace a uno tocar una porción sintética del cielo con la punta de la lengua; estoy seguro de que si existiese en algún lugar una isla llamada McDonalds, este sándwich hubiese sido arrancado como fruto autóctono de uno de sus árboles más preciados...

Otra vez abro los ojos pero sólo para poder calcular la próxima mordida, cuando, desenfocada detrás de la torta, veo acercarse toda la belleza atemporal de una chica a la que conocemos poco pero saludamos mucho. Ojos marrones que humillan el clliché de belleza que imponen en nuestros días los ojos claros y una nariz tan fina, llena de pecas que se distancian y aclaran hasta desaparecer entre pómulos que son tonos perfectos del acorde que forman sus facciones todas... A medida que se acercaba comprendía haber visto esa belleza en otro lugar; en olivares italianos quizá, pensé, en películas de época donde, a espaldas de su gordo y celoso padre, su amiga y ella trabajaban y se confesaban coqueteos secretos con los jóvenes arrogantes y engominados casanovas que querían cortejarlas; cortaban aceitunas e imaginaban sus cuerpos vestidos de blanco, un altar y al párroco del pueblo, luego a su padre desenvolviendo el pañuelo que cobijaba su más amado objeto, el bufoso, el cuál pasaba a pertenecerle a su marido para que la cuide ahora que su padre no podría hacerlo más.
Su imagen fue lo único que puedo abstenerme de dar el segundo mordisco y esperé a que se nos acercara aún más.
Nos saludamos, trabaja al lado de donde estábamos comiendo y como nos veía seguido comiendo ahí en la Porteña nos preguntó, sonriendo como uno de los ángeles tallado en mármol en la basilica de San Pedro, si nos gustaba mucho ese lugar.

_Y si -dije con apenas una mueca de felicidad- siempre que nos podemos dar un lujito venimos...
Respondí sin pensar, y al hacerlo me invadió un calor que me hizo entender que el lujito del que estaba hablando era una torta de 50 pesos mexicanos y ni siquiera había podido pagar una gaseosa para pasarlo; cualquier pretendiente que ella pudiera tener sería capaz de rolar un porro con un billete de 50 pesos y fumárselo sin toser.

No hubo que esperar mucho para ver su reacción, hizo una mueca entra la lástima y la risa y preguntó si esos eran nuestros lujitos. Encorvado, sosteniendo el sándwich con las dos manos a medio camino entre el plato y mi boca y con cara de perro que fue sorprendido hurgando en la basura me limité a asentir con la cabeza mientras ella seguía sonriendo y se daba vuelta, nos daba la espalda y nos saludaba con el dorso de esa hermosa mano derecha en la que algún día un casanova pondrá el anillo que la sacará de los olivares y por ende de nuestras vidas hasta que la muerte los separe y aún después. Quedé desconcertado y con la boca abierta, lentamente subí la torta y dí el segundo mordisco; toqué el cielo otra vez.



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2 comentarios:

  1. Eu, lo describís tan bien que me dan ganas de ser hombre para estar con una piba así, de estar en un olivar en la Toscana y de que me gusten las aceitunas. Lamentablemente, no se cumplen ninguna de las tres premisas anteriormente nombradas: no soy hombre, no estoy en la Toscana, no me gustan las aceitunas. Aún así, me en-can-tó tu escrito, Franquito. Cuando vuelvan, volarán no los sandwiches de milanesa sino las Señoras Milanesas de La Perla, y los asados pura y exclusivamente de matambre.
    Te mando un beso y espero poder leer más pronto!

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  2. grande malena! Las de la perla son milanesas de adeveras, cuando vuelva vamos, pero vamos a hacer la cola para entrar y comer desde el mismisimo emporio perlistico!

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