miércoles, 6 de mayo de 2015

Mi plancha de hierro

A veces el fenómeno de la composición resulta ser algo tan único e ilógico en sus bases que uno termina volviéndose loco en su incapacidad por comprender la esencia de lo diferente, de eso que hace a la creación observada algo único e irrepetible, un todo encriptado que nos abraza con su profundidad y nos arrolla a toda velocidad con su imposible potencia, con la lógica enfermiza de un efecto narcótico que te bendice con su goce, pero que niega, a riesgo de dejar obsoleto su disfrute, el entendimiento instantáneo del mismo. Esa es su maldición, una maldición contrapuesta que nos lleva a la pasiva y etérea tarea del perpetuo disfrute, o bien, a su contraparte; como un caballero cruzado en busca de la explicación de la última verdad, al entendimiento de ese ápice, de esa gema irrepetible de genialidad que se cayó de una canción, de una frase, de un movimiento… que se cayó, quizá y por qué no, en el instante glorioso en el cuál explota en nuestro sistema nervioso la irrefrenable estocada de un nuevo y complejo sabor atropellando nuestras papilas gustativas.

De eso me interesa hablar hoy! asi que preparaos todos para hundir las narices dentro de la olla donde se cuece el guiso de los sabores universales y de donde estos salen a copular por el mundo, salen a hacer más sabores y más; y bebés sabores que gatean y sabores ancianos que nos enseñan y sabores jóvenes que eyaculan en una probada con la fuerza de una ninfa desvelada. Todos descarriados, todos desbocados en una caótica carrera por este caótico universo.



“Tranquilo los gato!” se escuchó en la puerta del super; llegó franquito con toda gula y el sueldo en la mano.  Pasé dos veces por cada góndola del pequeño supermercado Vea de la Valparaíso revisando que no faltase nada en el modesto botín: una cebolla, una palta, un sobre de ají molido, otro de provenzal, tabletas para los mosquito, 4 hamburguesas paladini y 4 panes de hamburguesa de esos que tienen sésamo; perfecto.

Me encuentro luego parado en la fila, todos esperábamos absortos como si esos minutos que pasaban en la inquebrantable nebulosa de la espera no fueran nada, inerte espera que desando observando y recalcando particularidades de algunos de los allí presentes, de alguna manera husmeándolos para pasar el tiempo y mover las neuronas. Entonces paso a sentirme un tanto culpable por hacer lo que estaba haciendo, por observarlos y jugar a desentrañarlos sin que ellos lo sepan, o mucho peor; hacerlo mientras ellos lo sospechan por la forma en que me detengo a contemplarlos con extrañísimo interés durante larguísimos lapsos de tiempo.

Me detengo en uno en particular, me detengo en la forma en la que saca su tarjeta de crédito, el momento en que el cajero le pregunta si lo va a hacer en un solo pago, el momento en que este muchacho mira al cajero con ojos cansados, esos ojos con los cuales hace rato que no mira a su novia, quien intenta llamarle la atención con todo tipo de artilugios destinados a despertar la ternura de su amado amante sin despertar en él mas que el más grosero desaire de no responder ni siquiera con una mirada. Él mira al cajero con esos ojos y le dice: “no, en tres por favor” Y yo lo estoy mirando con toda mi atención, lo estoy escrutando como si  estuviese frente a un tigre de bengala, como si estuviese frente a un hipopótamo cansado de andar por el zoológico manejando su particularísimo e imponente cuerpo siempre en el mismo recinto expuesto a la mirada del otro y por unos segundos me siento culpable. Bueno, no tanto…

De vuelta con el botín embolsado me dispongo a proceder con lo que sería la inauguración culinaria de mi nuevo hogar ya que estaba recién mudado. Desembalo los diferentes objetos que, cómo no, mi madre con todo su amor, esmero y cuidado metió en una caja para poder equiparme mínimamente en cuanto a artículos de cocina se trata:

Vasos: check
Platos: check
Cubiertos: check
Olla y sartén: check

La lista seguía en una rara mezcla de estilos que iban desde platos cuyo centro lleva estampado el isologotipo “Mariano Max”, a cubiertos azules y blancos que rezan la leyenda “Los tallarines”, pasando por múltiples chops cerveceros y tazas de café expresso con sus respectivos posa taza.
Así completaba una hermosa y variada colección de objetos otrora inútiles y relegados al lugar más oscuro de la lacena que hoy se reivindicaban y pasaban a ocupar los primeros planos de otra a estrenar; ahh!! que hermoso… la vida les daba, a mi entender, una épica y fortuita revancha que no a todos sucede…

Abrí la caja donde estos tesoros habían sido dispuestos prolijamente y con cuidado como sólo mi querida madre lo podría hacer y de entre todos ellos, apoyado sobre uno de los laterales de la caja, se distinguía la estrecha figura de un objeto único, un objeto diferente que nunca había visto pero que al instante capturó mi atención. Como anonadado por el descubrimiento levanté su pesada y gallarda figura que al rozar los vasos con los que lindaba emite el sonido que emite una espada al ser desenvainada; agarrada firmemente de la agarradera de uno de sus extremos la levanto y con ella me levanto de mis cuclillas para erguirla en dirección al techo y admirarla en todo su esplendor; como un tesoro viejo olvidado por un dueño celoso aparece esta pesada plancha de hierro que hiende el aire con su imponente figura que promete, según lo entendí al instante de tenerla en mis manos, deleitarme con lo mejor de la cocina universal y llevar mis habilidades como cocinero más allá de los límites que podía llegar a entender en mi concepción actual del arte culinario de autor; esta plancha hiende el distante horizonte y raja el velo que muestra retazos de una nueva cocina, una en la que nada volvería a ser igual.

Esta primera cocción fue toda una sorpresa y una promesa, cociné dos de las hamburguesas que fueron como tocar el puto cielo con las manos; vi y sentí allí materializarse la promesa que me hizo esta plancha de hierro al momento en que nos miramos, una que no podía esperar a compartir con aquellos que conocen mi destacado e intenso gusto por la comida. Necesitaba presentarla en sociedad y me dispuse rápido a preparar lo que sabía sería una velada trascendental para la concepción de sabores hasta ahora conocida entre mis más allegados.

Entonces dispuse fecha y saqué otra vez de su estuche mi nueva espada de hierro para darle la tan ansiada sangre de una nueva batalla, esta vez con la seguridad de que su estocada letal produciría repercusiones por doquier y que se divulgarían en el mundo culinario que me circunda las historias de sus deliciosas proezas.




Ya dispuestos en la mesa, los comensales buscan abrir el apetito rolando un cigarrillo de finas hierbas mientras por los parlantes pongo la mejor música que existe tanto para comer como para cocinar con clase; L’aventura de Sebastién Tellier <3 .

Listo y en mood abordé la mesada, corté cebollas, rebané en finas pero consistentes fetas la panceta (regalo de inauguración de parte del gran maestre en el arte del comer productos vacunos y porcinos; A.K.A mi padre) y tiré sin más miramientos cuatro hamburguesas sobre la plancha ya a temperatura, las cuales levantando humo y sonando como una cobra en posición de alerta se cocían en este festín de abundancia.

La escena es perfecta, el humo sube y no tiene dónde ir, se dispersa por la habitación hasta alguna de las ventanas abiertas para perderse en las narices del barrio entero.
Se crispa el bacon y se tuesta la cebolla, el pimentón dulce enrojece la carne mientras ésta se cuece y, en la hornalla que queda liberada, sobre el sartén, se fríen huevos con provenzal, rodaja de palta y pimienta. La yema va tomando consistencia y en el horno los panes se tuestan.
El festín parece completo, pero el manual de la real hamburguesa dispone que ninguna fiesta esté completa sin tomates en rodajas y lechugas vagamente seccionadas. Dispongo estos últimos dos elementos sobre un plato y tiro el cheddar sobre las hamburguesas ya casi listas.
La suerte está echada, la disposición parece perfecta.

El combo se compuso de; pan, hamburguesa con amalgama de queso cheddar, cebolla y tocino mezclados, huevo con palta, tomate, lechuga, aderezo (mayonesa y el katsup que da el toque simil barbacoa) y pan.
Los cuatro presionamos la tapa superior del chegusán rompiendo así la yema del huevo, que cae y hace implosión con el todo como una bomba neutrónica.

Damos el mordisco de la gloria, ese que homogeneiza las partes y las hace estallar como un orgasmo contenido durante horas de jugueteo previo. Así explotan el cheddar, el huevo, el tocino, la carne y la frescura de los vegetales que se quiebran con el crujir del pan tostado y producen los más diversos gestos entre los comensales:

Uno frunce el ceño y cierra fuerte los ojos. Otro se reclina sobre el respaldo con las cejas arqueadas hacia arriba y mastica como poseído por el espíritu santo. El último, que ocupaba la cabecera, da golpes sobre la mesa, como quejándose del hecho de que, en un momento no tan distante, ese placer se va a acabar como todo lo bueno se acaba.
Nadie hablaba, todos delirábamos sumidos en un halo de goce silencioso, incrédulos ante semejante espectáculo.

El único problema surge luego, cuando todos están terminando su hamburguesa y yo, cocinero designado y persona de muy lento comer, debería empezar con la cocción de la segunda tanda.

Uno de los que había terminado de comer se ofrece con premura y una pizca de desesperación para retomar la cocción. Intento, en la abstracción contemplativa en la que me encontraba, viajando por las hamburgueserías de una nación idílica, rompiendo las barreras de la percepción gustativa, darle al voluntarioso invitado vagas indicaciones de cómo realizar el proceso, pero en mi relato temía todo el tiempo pasar detalles por alto. Me digo entonces que no puedo permitirme bajar la vara y me levanto con la hamburguesa a medio comer para emplearme a fondo en el deber; como Rick de “The Walking dead” cuando le pone los puntos claros a su entonces amigo Shane, me paro y le digo a este aventurado invitado “Esta es MI cocina, esta es MI plancha de hierro, y no descansaré hasta que esas hamburguesas estén a salvo”  Y me arremango las mangas cortas para seguir cocinando.

Entre bocado y bocado las hamburguesas seguían cociéndose; ese sonido constante tan especial de la plancha al rojo, del tocino crepitando como leña seca, la hamburguesa despidiendo vapor como tocando los carbones bajo la parrilla y  esas ansias narcóticas por volver a probar ese pedazo de infinito…

Continuará… o no, no sé, soy medio falluto.