domingo, 13 de abril de 2014

Tránsito

¿Es que ya estoy vacacionando? ¿Es que estoy en un purgatorio lleno de gente confundida que olvidó si iba o venía, si fue y está volviendo o si pensaba en irse pero perdió el avión que lo llevaba a un lugar que la aerolínea no pudo volver a encontrar en el mapa?
Mi cabeza se sacudió al caer sin peso durante un segundo en que quedé abatido por el sueño y la confusión de volver a la realidad fue exacerbada por el panorama desolador que me rodeaba.

Todavía quedaban otras dos horas para salir y no sabía con qué entretenerme.
Las horas eran fardos rodantes en un paraje desértico del lejano oeste. Fardos sorteando el inmenso horizonte que de lomas lejanas a lejanas lomas llega, infinito tierral de nada a nada.
Entre la tierra en suspensión como una bruma asfixiante y la sed de placeres mundanos que una posible cantina podía satisfacer, lo cual significaba bajar del caballo y ahogarse en la excesiva liviandad que se sentía al dejar de viajar, yo miraba unas pantallas que a lo lejos mostraban imágenes de goles y jugadas curiosas de la tercera división del fútbol argentino. Todos aquellos jugadores que jamás se han abrigado al calor artificial de una botinera, que juegan por demostrarse que se puede; que, como escuché una vez a un viejo de sobretodo raído y barba desprolija gritar desde una tribuna del Club San Lorenzo de barrio Las Flores: “Juegue, juegue Mariano!! que lo que le des al fútbol el fútbol te lo devuelve!!” Gritaba el hombre con seguridad, firme en su discutible convicción. Después, menos de diez segundos después, casi con lágrimas en los ojos gritó otra vez y pareció que la voz se le rompería: “Mariano, -levanta una mano al cielo como pidiendo o agradeciendo, no lo sé- … lo que le des al fútbol el fútbol te lo va a devolver, juga querido, juga!!” El tipo empezó a llorar y yo no sabía dónde meterme. Despacio y de canuto me fui corriendo de su lado dejándolo con la mirada perdida en la zona central de la cancha pero sin focalizar en nada en particular, solamente la nada de ese espacio donde la realidad y la fantasía prometen, dan y quitan sin lógica ni cordura.

Pero después de cinco minutos intentando ver jugadores como pixeles e intentar adivinar dónde estaba la pelota en esas pantallas ubicadas por lo menos a 20 metros de donde estaba sentado, la actividad terminaba por  volverse aburrida, y otra cosa que podía hacer era mirar a los que estaban por mucho en una situación peor que la mía. Padres con niños exuberantes de energía, niños que corrían y padres que no tenían más remedio que correrlos, niños que saltaban y padres que no tenían más opción que agarrarlos, niños que querían y padres que no tenían más energías para hacer otra cosa que comprarles lo que quisieran. Entonces se abrió ante mí una lógica terrible que me permitió ver de cerca las tretas que estos pequeños seres maquiavélicos (entre los cuales me cuento cuando infante) urden para todo el tiempo obtener todo lo que quieran, sin mesura ni moral de por medio.

La escena es la siguiente:

El niño se encuentra ofuscado, molestísimo con la reticencia de sus padres a jugar con ellos. Entonces el niño realiza un pequeño acto maquiavélicamente cargado de ternura en el cual no le importa quedar en ridículo, no le importa hacerse pasar por bebé, no le importa nada más que lucir excesivamente tierno, dejando al primogénito en una posición rarísima. Éste, sin poder evitar reír, no puede hacer otra cosa más que abrazarlo y jugar todo el tiempo que haga falta con el divino fruto de su vientre o de su esperma que es tan mono y tan hermoso… tan hijo de puta.
Los he visto caer por docenas durante las horas que tuve que esperar en esa sala. Padres que, presos de ese rapto de ternura, invitan a sus hijos a jugar, a compartir un momento de recreación familiar sin saber que estas pequeñas bestias no quieren compartir nada, quieren que seas su esclavo y que juegues con ellos a lo que ellos quieran bajo sus propias reglas y hasta que ellos quieran, sino amenazan con llorar y hacerte pasar un momento por demás embarazoso.
Entonces empiezan las actividades y tanto padres como niños están sonrientes los primeros dos minutos (las unidades de tiempo son mínimas cuando se espera) disfrutando al máximo de este hermoso momento que la vida les regala. Pero el cuerpo de los padres se cansa y la increíble obstinación de los niños por querer hacer exactamente la misma actividad durante lapsos larguísimos de tiempo sin aburrirse termina por cambiar la cara de sus padres de “Paseo en el parque” a “De compas en el súper mercado” terminando después de diez minutos en “Padeciendo un ataque de claustrofobia en un ascensor fuera de servicio”. Lo mejor es el momento en que aparece el peor enemigo de la clase media: ese poquito de sudor molesto que aparece casi pidiendo permiso en la frente y debajo de las axilas, ese sudor que se emana tímido dejándonos en evidencia animal en estos lugares taaaan civilizados; un fenómeno tan natural y tan indeseable que logra llevar la cara de esos padres directamente al nivel “Me caí en un pozo negro y siento gotitas de caca en la cara”.

Pero eventualmente todo termina aburriendo así que busco consuelo para mi apuro mirando afuera y veo los aviones despegar, imagino accidentes aéreos en los que siempre me salvo, imagino cómo lo haría por si llegara a suceder y me maldigo a la mitad de la visión por ser tan estúpido de pensar que realmente me podrían suceder esas cosas, y en el caso de que sucedieran, pensar que realmente sería tan afortunado de salvarme si se desprenden los pedazos del avión y la gente volara de sus asientos directo al cielo, si se quemaran partes de la aeronave más adelante mientras sigo aferrado al asiento sin gritar. Luego cayendo al vastísimo océano, a rincones recónditos donde no se pagan impuestos y no hay representantes de la aerolínea que te puedan ayudar con los inconvenientes que vayas teniendo, inconvenientes del tenor de: “un tiburón me quiere morder” o “Mami, ¿acá no hay delfincitos para jugar? Quiero jugar con un delfincito” que alguna niña pequeña le plantea a su madre mientras  ella le dice, ocultando sus lágrimas, que todo esto es un juego y que están en Disney y que ya aparece Mickey pero mientras tanto hay que esperar tratando de que los animalitos no te toquen y si te quieren tocar tenes que patearlos en la naricita para que se vayan lejitos y ni se te ocurra tocarlo si aparece el delfincito porque te puede sacar un dedito.

En fin, el tiempo pasó y el avión llegó; subí, saqué la colcha y eso para taparse los ojos y dejé que el sueño hiciera el resto.

Apenas perceptible entre un sueño en que era un jugador de fútbol de la China comunista y los ronquidos de la señora que viajaba a mi lado logré diferenciar los sonidos de la vajilla contra la cerámica, el líquido acumulándose en los vasos y el tintinear de las pequeñas copas donde servían el vino. Me levanté y la aeromoza me preguntó si quería comer. Entonces extendió ante mí una bandeja que me decidí a disfrutar con todo el cariño que de mis papilas gustativas recién reactivadas podía disponer. “Quisiera algo para tomar el señor?” Dijo una aeromoza de delicadas cejas y rasgos finos como la porcelana. Ella sonreía, yo intentaba abrir más mis ojos al tiempo que le pedía que me sirviese un vaso de vino, por favor. El líquido llenó la pequeña copa y pedí también un vaso de soda con objeto de lavar el sabor a “recién me levanto” que queda al volver a la vigilia luego del sueño profundo.
En los auriculares sonaba música funcional tipo jazz contemporáneo y, al destapar el papel metálico que cubría la cerámica que contenía la comida, un hongo de vapor subió decorando el panorama del reducido espacio de acción que la aerolínea dispuso para mí. Me recliné sobre el asiento, cerré los ojos y disfruté un poco del idilio antes de entrar de lleno a la realidad, que es obscena con respecto a la idea en estado puro, y que significaba rasgar carne con los dientes y procesarla mediante un sistema complejo de jugos y movimientos asquerosos e involuntarios.
Entonces desenvolví los cubiertos y me dispuse a comer con la mayor sutileza que me era posible. Cortaba, desplazaba y mascaba fragmentos de memorias literarias, momentos cinematográficos como la escena en que el comandante Hans Landa visita a Perrier LaPadite en “Bastardos sin gloria”. No la escena en sí, pero en esa carne en su jugo sentía el viento de ese prado de la campiña francesa sobre la frente; en las judías mezcladas con zanahorias y papas podía visualizar y hasta oler el interior de la casa del señor Perrier LaPadite un domingo en el que sus hijas hubieron de cocinar una enorme fuente de estofado para ellas, su padre y la familia escondida en su sótano (razón por la cual al comer las judías pensé en esta escena, quizá) con una medida de amor y paciencia que convierten cualquier plato o receta en un irresistible desenvolver de sensaciones de cariño pleno que llena tanto tripas como corazón.
Corté a la mitad un pequeño bolillo de pan y le puse mantequilla, tuve la inesperada necesidad de pedir un vaso de leche pero me contuve y seguí comiendo, seguí comiendo hasta terminar por completo el plato y disponerme a comer el postre (una especie de brownie crocante) y entretenerme con alguna película en la pantalla de veinte x veinte cm que tenía frente a mí.
Ahh! Vince Vaughn y Owen Wilson, qué dúo entrañable!! Son, junto con Jonah Hill, mis actores preferidos de este hermoso género cinematográfico que gusto en denominar “cine de tránsito”. “The internship” me obligó a pasar por todas las estúpidas fases por las cuales uno navega con conocimiento de causa al ver estas comedias tan predecibles como adorables. Y al terminar de ver la película, y ya habiendo comido todo lo que me sirvieron, tuve la inequívoca sensación de que se acababa de explotar la burbuja en la que estaba cómodamente sumergido rebosante en plenitud. Recordé la comida e imaginé cómo manipulaban genéticamente las judías, cómo fumigaban desde el cielo los campos donde crecían las zanahorias, imaginé las papas en un bowl en medio de una gran mesa blanca en una habitación blanca llena de personas en trajes negros y científicos en batas blancas debatiendo sobre los pros y contras de tal o cuál forma de crecimiento y desarrollo del tubérculo. Imaginé mi plato de comida criogenizado y luego vuelto a la vida en hornos de microondas, inflado y suculento sólo después de haber probado la muerte como un Lázaro del reino culinario. También me sentí un imbécil por no haber podido evitar sonreír (y cuando digo no haber podido evitar sonreír significa que realmente los músculos de mi boca no respondían cuando intentaba comprimirlos y seguían extendiéndose hacia los costados como una banda elástica que parece estar a punto de romperse) como una quinceañera mientras veía el evidente final de esta comedia protagonizada por mi dupla preferida en la que se manejan sin reservas para con absolutamente todos los lugares comunes que una comedia puede tener.
Decidí pedir un vaso de whisky, leer dos páginas de un libro tan interesante como complicado y esperar que el sueño me habilite a consumir el tiempo restante de vuelo.

Desperté y bajé del avión, esperé menos de una hora y ya estaba en otro como inmerso en un deja vú moderno, sentado en un avión igual al anterior, al lado de la misma señora que roncaba en el avión anterior, viendo cine de tránsito (“21st jump Street” hilarante comedia con uno de mis predilectos, Jonah Hill; y “Rush”, la historia de la rivalidad entre James Hunt y Nikki Lauda en los años dorados de la fórmula 1, cuando todavía se corría un importante riesgo de morir arriba de uno de estos autos) y comiendo comida resurrecta como si fuesen los alimentos que acaba de cosechar un granjero francés del prado que llama jardín de su casa.
Pero entonces apareció una aeromoza repartiendo estos papeles, papeles que cuando uno está en tránsito tiene el alivio y el privilegio de evitar llenarlos; conjuros burocráticos disfrazados con frases bien hechas de las que salen dedos que te señalan y te dice “¡Vos! ¡Sí, vos, el que está leyendo! Estás en falta, ¡confesadlo! Ahorradnos el problema y confiesa tu culpa!! Sé que vuelves con vegetales o frutas y eso es un delito!! Si no tienes verduras o frutas o ninguna especie en extinción seguramente estarás trayendo dinero sin declarar!! O peor, DROGAS!! Y si traes una bomba te conviene hacerla explotar ya porque si bajas de ese avión te las verás con nosotros: La aduana, el fisco, la maderfackin’ Di i Ei, la DEA perro!!”
De pronto la hoja se calla, el dedo deja de señalarme y hace una pausa de muerte que mantiene una tensión insoportable en su mirada llena de suspicacia y entendimiento…
Ah… pero qué tenemos aquí… Así que vienes a quedarte en nuestro país, JAJAJAJA!! MUAAAJAJAJAJA!! Ahora entiendo, sin drogas, sin animales, sin frutas ni verduras, sin dinero no declarado… eres un forajido en busca de un nuevo paraje donde reinsertarte… Ah, pero qué es lo que estoy viendo, si ya estuvistes aquí… interesante… Pluff… la cara parlante del tío Sam y el dedo inquisitorio estallaron en una espesa voluta de humo y desaparecieron, dejándome soulo con la hoja y la lapicera sobre la mesa plegable de mi asiento.
Y ahora, quién podrá defenderme? Y nadie respondió…

Básicamente lo primero que pensé era que debía estar totalmente relajado, ingresar a la migra como un inocente e iluso joven que vuelve a visitar a sus conocidos para luego descender por los hermosos parajes de Centroamérica y América latina. Ah que bella es la vida! lo único que tengo en la cabeza son playas y chicas y pelotas de playa y excursiones en parapente y corales naturales con colores que juraré nunca olvidar, amores que juraré nunca olvidar, fotos y más fotos de todo aquello que juraré nunca olvidar… ahh, lo escribo y me sonrojo, qué bello y noble, que pelotudo que parece.
Pero la realidad es otra, por ende debo mentir, debo actuar como otra persona y como si lo que dice la otra persona fuera una verdad tan íntima que nadie podría cuestionarla. Pensé en lo que significaba mentir, omitir, tergiversar, pensé en una serie de tv en la cual cuatro personajes se encargan de detectar cuándo miente la gente y por qué lo hacen. Pensé en el único capítulo de los que vi en que alguien se traga una mentira. ¿Cómo hizo este personaje para mentir sin ser detectado? Una serie de pastillas relajantes las cuales inmovilizaron ciertos músculos que se mueven inconscientemente al momento de relatar una mentira. ¿Cómo podría hacer yo para mentir? No hubo que pensarlo mucho para que la respuesta se revele ante mí; bebiendo alcohol hasta pensar como un joven inocente e iluso, salú!


                                                            Continuará…

viernes, 21 de marzo de 2014

La Ilíada

Fue un viaje poco común en el cuál recorrí una gran cantidad de kilómetros velados a través del vasto continente americano. Fue extenso pero objetivamente breve, tedioso al mismo tiempo que animado; plagado de comida universal, abordaje y espera; comida universal, abordaje y espera. La tónica siempre fue la comida y la fórmula no paró de repetirse.

¡Flashback!

Estoy en el aeropuerto de Córdoba, esperando con mi familia. Mi hermana, su novio, mi madre, mi padre; todos míos, cada gramo de su atención recaía en mi partida, la cual, para mis adentros y sólo para mis adentros, sabía que no estaba del todo asegurada. Todo se pone dramático de repente, mi estómago empieza a revolverse ante la expectativa, así que para distender fui a comprar preservativos, que en México son mucho más caros, y además allá cogía mucho más que acá, digo, me pareció una buena idea. La farmacia era un Farmacity; malditas cadenas avasalladoras, malditos empleadores hijos de un demonio europeo de mil años de antigüedad, un demonio aburrido y de cuernos gastados que toma viagra para poder seguir cogiéndose a la porción de humanidad que le corresponde por contrato, un contrato que guarda celoso en su cueva como el tesoro más preciado que alguna vez pudiese poseer. Bueno, entré al Farmacity y tomé cinco cajas de preservativos de la góndola (no puedo creer que en una farmacia existan góndolas hijos de mil puta), las pagué y me di cuenta que eran saborizados. Pensé a qué universos de sensaciones nuevas podía este tipo particular de preservativo llevarme y me di cuenta que me eran totalmente inútiles. Siguiendo en mi debate personal me fui a saludar, me fui a irme de mi casa otra vez… o al menos eso es lo que yo creía.

Entonces era de tarde y ya estaba en tránsito, disfrutando de los goces de estar en el aire, disfrutando del servicio a bordo como nos recomendó el capitán a través del altavoz del avión. Una pequeña merienda compuesta de galletas saladas, alfajor blanco y galletas de chocolate eran el tentempié que nos ofrecía la aerolínea. Decidí acompañarla con una lata de cerveza basándome en esta especie de pacto mersa para conmigo mismo que reza siempre, pero siempre que vueles, beber alcohol; por el placer, por los viejos tiempos, por la vieja y querida época dorada de la aviación, cuando se podía fumar en la cabina y las madres solteras no podían siquiera soñar con trasladarse de New York a Toronto en un par de horas. Entonces el volar era una fiesta sin ética ni moral en la que se regocijaban hombres y mujeres bebiendo, hablando y fumando, ellas de cigarros colgando de largos pistilos, ellos chupando habanos enormes que algún viaje de negocios exitoso les habrá dejado como recompensa.
 “Oye niña, un poco más de whisky” (Las azafatas no tenían voz de mando y el cliente siempre tenía la razón) “Sepa disculpar señor pero se nos ha acabado” –El hombre se pone rojo de la ira y tanto la aeromoza como la hermosa mujer con vestido de encaje y peinado de última moda en París que viajaba a su lado saben que esto se va a poner feo. El tipo toma un extraño respiro con el puro aún en su boca, y fingiendo calmarse se dirige a la aeromoza- “Disculpe usted señorita pero he interrumpido una hermosa plática con esta –una pausa y una mueca de sonrisa en su boca- hermosa muchacha para poder pedirle que sea amable y me traiga un vaso de whisky. He también pagado un dineral por estar sentado aquí y lo que obtengo –ira otra vez- es esa mueca de muchacha sureña sin educación, idiota y sin experiencia en la vida que emana de tu cara de mesera de salón, así que si no quieres volver a ser nalgeada por todos los borrachos de nevada sé buena niña y consígueme un poco del whisky que toma el capitán o pídeles a alguno de los idiotas de tus compañeros que devuelvan al menos una de las botellas que se están robando los muy tacaños imbéciles –se dio vuelta para seguir su hermosa plática con la hermosa mujer a su lado pero entonces decidió seguir el monólogo un poco más, sólo un poco más para dejar en claro el punto que estaba tratando- Y la próxima vez que alguien te pida whisky, por favor entiende –hizo repiquetear su dedo índice sobre la frente, replegada en sucias entradas llenas de lunares y manchas de vejez en la piel- que es porque ese alguien lo necesita, es porque tiene que pasarse cuatro horas sentado, mirando nubes sin hacer nada más que al menos intentar coger un buen culo –señala con disimulo a la hermosa muchacha del hermoso peinado- para darle sentido a estas horas vacías de vida que nos representa el volar.
Ella lloraba desde hacía al menos siete renglones atrás pero jamás dejaba de sonreír.
Pfff, qué tiempos… la Golden age de la aviación.

Entonces, terminada la merienda es turno de bajar del avión. Y bienvenidos a Buenos Aires, colectivo, casa rosada, puerto madero, de repente noche y por fin Ezeiza.

Tomé un carrito y entré a un aeropuerto vacío. Eran las 10 p.m. aproximadamente y mi vuelo salía a las 4:20 a.m. En los mostradores de las aerolíneas no había gente, no habían clientes apurados ni niños gritando o pateando a sus hermanos por el aburrimiento; tampoco estaban esas mujeres de mundo con sus labios rojos y sus graciosos corbatines dentro de sus graciosos uniformes de la empresa a la que sirven, con su graciosa forma de hablar y sonreír al mismo tiempo como si realmente estuvieran disfrutando de atenderte, como si un cliente fuese un par perdido en el tiempo y el espacio, llevado a ese mostrador gracias a un acto karmático divino que une a cliente y empleado en una cosmología otrora antagónica, calentando sus almitas ahora encontradas en un halo de ensueño rosado lleno de espuma y champagne. No había nadie y mi esperanza de matar el tiempo parecía formarse un caparazón inquebrantable, las horas muertas por delante parecían un prado inmenso sin un árbol, mucho menos una casa por delante; puro verde universal y aburrido por desandar.
Caminé apenas unos pasos, desganado, desencantado: “Un amor real es como dormir y estar despierto; un amor real es como vivir en aeropuertos” decidí que sería el soundtrack de las próximas horas, las cuales debería vagar en ese recinto sin tiempo ni espacio, lleno de nada, sólo artículos universales en venta y esos intentos de productos regionales sobrevaluados y de una calidad paupérrima, solo disfrazada gracias a los enormes esfuerzos del diseño gráfico que me daban comezón en la espalda de sólo mirarlos.
“¿Otra vez tanta tragedia?” pensé; para que luego, acto siguiente, abriéndose entre el paso transversal de dos turistas con carros a tope de bolsos embalados y abrigos mal acomodados, pudiese yo divisar la antigua y celestial “EME” dorada, “EME” forjada por un Zeus aburrido de la perfección olímpica que dictaminó con su voz grave y tonal las bases de un nuevo orden “¡Admirad! ¡Un nuevo molde que hará de la raza humana una raza de seres unidos en un solo sabor! ¡Una nueva torre de babel se erige sobre los cimientos de uno de los sentidos más desarrollados; el sabor! ¡Éste será un sabor que los hará uno! ¡Sedentarios, gordos, babosos y asquerosos pero unidos al fin!” Tomó un respiro este dios, liberó las vías respiratorias y empezó otra vez con la parte más fina del plan, la que hace que los proyectos se materialicen y no queden en una exhalación de genialidad ebriatica (si es que la palabra existe). “¡Pondremos sucursales en las principales capitales y la gente las visitará desde cada rincón del planeta. Fijaremos un precio universal tasado en la divisa corriente del tiempo que a la sociedad le toque vivir y lo respetaremos sin importar dónde o cómo lleguen nuestras deliciosas comidas. Luego llegará el día en que seremos los encargados de la alimentación en todo el globo, cobrándola en los impuestos anuales y entregándoselas a los terrícolas en sus casas cada día, en cada pueblo, ciudad o gran urbe. Un niño de gorra, granos y modales torpes tocará cada una de las puertas de casa, chozas o cavernas donde alguien viva y ese alguien lo recibirá con los brazos abiertos y los ojos saltones por la abstinencia… ejemm, digo, por la emoción de recibir al único proveedor de comida del mundo; el dueño por derecho de la EME dorada, la torre de babel que los unirá como una sola nación!!! el emporio Mc Donaaalds!!!!”
Y bueno, sucumbí con la emoción que sucumbo siempre ante esta maravilla de la ingeniería culinaria. Decidí pedir, basándome obviamente en la premisa precio/calidad, el combo más emblemático de la franquicia: Un Combo BigMac.
Fui a sentarme. Extrañamente escogí un lugar en una barra con asientos altos clavados al piso, extrañamente volteé para ver que detrás de mí estaba, extraña y diagonalmente extendido, un hombre con la mano izquierda enyesada, estirada sobre la mesa y la cabeza apoyada al lado. Varias bolsas lo cubrían, desparramadas entre los asientos y hasta sobre su cabeza refugiándolo en ese cubículo formado por dos sillones verdes enfrentados y una mesa naranja que lo dejaban descansar en esta especie de recinto tipo hamburguesería de los 50’s mientras esperaba el vuelo quién sabe cuál hacia quién sabe dónde. La imagen proyectada era la de un homeless en nowhereland, un mendigo con sus bolsas y su carro que quedó anclado en un espacio de tierra sin bandera ni credo. El más exiliado de los exiliados, el más outsider de los outsiders, un tipo sin tiempo ni espacio, que noble…
Y entonces apareció una empleada del local de comida rápida y empezó a limpiar las mesas que estaban libres. Miré a la mesa de este hombre y vi que no había nada que indicase que hubiera consumido algún producto de los que vende la cadena y temí que lo sacaran abruptamente de su descanso por eso, recuerdo que pensé “personas con menos alma que esos que levantan de su siestita a un linyera.” Policías y vecinos aburridos, viejos del corazón. Obviamente este tipo no era un linyera, me di cuenta porque no tenía un sobretodo sucio ni pelo ni barba de semanas sin bañarse… hay que prestar atención antes de juzgar, no?
En fin, la comida estuvo tan buena como esperaba y estire el momento de terminarla tanto como pude ya que por delante tenía una larga espera. Mi amigo el linyera se quedó donde estaba; ah, cierto que no era linyera, no tenía el sobretodo ni la barba… bueno, mi amigo el del yeso se quedó en su mesa durmiendo y yo decidí sentarme más cerca de los mostradores desiertos a esperar que se decidiera mi suerte, ya que la situación era un poco más complicada que presentar el pasaporte y recibir el pase para abordar, había un detalle que revolvía el McCombo en mis tripas y no lo dejaba estancarse ni salir; sólo podía seguir saltando entre mis jugos gástricos y las últimas comidas ingeridas (el alfajor blanco, la cerveza, las tres galletas de chocolate, etc) aún no expulsadas de mi cuerpo.
El tiempo pasaba y lo único que veía aparecer cerca de los mostradores eran docenas de asiáticos confundidos. Siempre buscando algo, siempre achicando sus párpados para fijar la atención al punto de no saber si están caminando dormidos o es que pueden ver algo entre esa pequeñísima ranura que les quedará para que la luz entre y se transforme en imagen en sus cerebros; siempre señalando algo más allá, como si al fin hubiesen encontrado eso que buscaban, gritando cosas como “Yiashininmá!” y otro le responde “Yiahú!” en esa incansable búsqueda de la eternidad que son sus vidas. De a poco empezaron a aparecer también los encargados de la limpieza  del lugar y algunos de los empleados de la aerolínea preparaban el sistema para abrir los mostradores y empezar a atender a la gente.

El vuelo estaba programado para las 4:20 am saliendo de Ezeiza con destino a la ciudad de Lima. El McCombo hacía cada vez más ruido, y a medida que se acercaba el momento de pasar al mostrador, mientras se formaba la fila de los híper anticipados y los de limpieza terminaban de poner en orden todo el vallado yo pensaba que ahí se decidiría mi suerte, ya que existía la posibilidad de no poder viajar, de tener que dar por terminado mi viaje en ese momento. Al no tener un pasaje de vuelta a mi país podían negarme la posibilidad de embarcar, al no poder demostrar que del punto “A” al punto “B” había un regreso al punto “A” u otro viaje a un punto “C” podría quedarme boyando entre estos puntos, en el aire y en aeropuertos, de ida y de regreso y confundiendo los circunstanciales de tiempo hasta volver a poner los pies sobre la tierra que significa adherir a leyes y permisos y vida que, a cambio de gastar dinero, se puede mostrar pero no se puede vivir.

Al acercarme a los mostradores focalicé y relajé mis pulsaciones hasta enfriarlas por completo, me dirigí a la ventanilla y con un gesto amable saludé a la recepcionista. Obviamente ella me saludó súper cordialmente, intercambiamos nimiedades totalmente olvidables y devolviéndome mi pasaporte y mi ticket de abordaje me deseó que tuviese un hermoso vuelo. Solo diez segundo después estaba en el baño, internado, dejando salir todo lo que los nervios habían retenido y revuelto.
Pasé a sala de embarque, me saqué una selfi y festejé en silencio mientras esperaba que llegase el avión



Continuará...