lunes, 3 de octubre de 2011

Combate Asado

Se comenta por ahí que antes de comer un asado prefiero quedarme en casa y pedirme un lomito vegetariano... Es verdad.

Sarmiento comía asado? Seguro que sí. San Martín debe haber asado algún caballo después de que se le agoten todas las latas de choclo cremoso y jardinera, después de que algún soldado gulero se comiera todos los snacks durante el cruce de los Andes. En realidad no lo sé, debería ver la película para enterarme quizá.
Se cuenta que Fangio se sacaba el casco e instantáneamente tenía un tenedor apuntando a su boca, debajo de sus narices el aroma de un vacío coronador; ahí su premio más grande que una copa y los laureles, ahí su gloria.
En fin, a modo de resumen se podría decir que para Favaloro el invento del bypass no fue gesto al azar; lo hizo pensando en donde vivía, lo hizo conociendo nuestros mayores riesgos como argentinos, como autómatas que accedemos a adorar la carne y el vino que nos viene instituido de la cuna hasta el cajón. Si hay algo bueno que se pueda hacer por un argentino es destaparle las arterias.

Siendo de nacimiento argentino tarde o temprano llegaría el momento de hablar sobre el asado, aunque mi pasión por éste no trascienda los límites que pueden llegar a trascender una hoya llena de bagna cauda o una hamburguesa de McDonalds pagada con dinero ajeno.

Salgo del baño para volver al quincho. Mientras camino recuerdo algunas horas atrás estar haciendo cola en una verdulería cuyos empleados, todos, están uniformados. Dispuestos y amables, uno de ellos hace girar la bolsa para cerrarla a la vieja escuela, me mira con una mirada cómplice que aparentemente radica en la comprensión de un código implícito por el simple hecho de compartir el género humano y el sexo masculino.
Sigo caminando en dirección al quincho y el recuerdo lleva necesariamente a una conclusión: "no puedo creer haberle cedido la cocción de la carne a un vegetariano. Ese acto siendo realizado por un profeta de otra religión podría traernos problemas a todos los aquí presentes" pensé. Camino y me lo recrimino. Dos pasos mas adelante me consuelo recordándome mi papel, soy un crítico culinario, no un chef; pero lo pienso y la afición
por la parrilla de aquel que me guiase hasta aquella verduleria/boutique parece al menos sospechosa.

Llegando al quincho puedo ver en primer instancia al cocinero, su plato de madera lentamente entra en cuadro y en este veo pequeños cuadrados de matambre humeando, mojándose en pequeños charcos de su propio jugo. Dos de ellos son arrebatados de su lecho, desmenuzados luego y digeridos mucho después junto con los muchos otros hermanos y hermanas carnes que llegarán a las tripas de las dos comensales y carnívoras amigas con las que, entre la acidez y la ternura que nos caracteriza a los cuatro allí presentes, esperábamos ansiosos saciar nuestro apetito.

Abro la puerta de vidrio y el aire se pone espeso. Los diez pasos para este duelo no se hacen de espaldas al rival, se hacen de frente, mirándonos ambos a los ojos. Crítico y chef esperando el segundo en el cual desenfundar y disparar. Me siento y aparto la vista del plato de donde emergen las volutas de humo más afortunadas del lugar, las que pueden ser y sentir el aroma de un objeto de culto. También alejo la mirada de mi rival... ahora miro el vino y miro mi vaso.

Desandando los hechos que se sucedieron durante esa noche entiendo la ventaja con la que la persona que deposita una escisión rectangularmente perfecta de carne sobre mi plato cree contar, y quizá, sólo quizá, realmente cuente con ella.

Hoy por hoy lo que la gente parece querer es variedad; mil variedades de birra para llevarte sólo una, la que te hace especial; mil variedades de desodorantes para elegir el que más minitas te hace levantar. Él entiende esto y es por eso que antes de comer nos convida una nueva cosecha, una marihuana que todavía no hemos probado pero que puede ser esa que nos haga sentir especiales, esa que más minitas nos haga levantar.

Alguna vez Woody Allen protagonizando a un comediante newyorkino en su Annie Hall dijo que odiaba que su público esté fumado, que eso hacía todo más fácil, que los fumados se reían de cualquier cosa. Quizá la persona tras el asado pensó que esto haría más fácil su trabajo, que abriría mis papilas gustativas con la facilidad que se abre una puerta mecánica, sólo parándose ahí enfrente y esperando el resultado iminente. Y quizá lo logró, o la carne era muy buena, o el cuchillo estaba muy bien afilado. Era un asado simple, chorizo, costilla y matambre; la balacera se abrió y sentí el calor de los proyectiles calando mi esófago. Rendido olvidé tener un arma que disparar y un enemigo que derribar, no tiene sentido buscar errores cuando se está disfrutando.

Mucho después volví a mirar el plato de quien cocinase las partes de este animal que fracciono y mastico, el plato de quien parecía tener total dominio sobre el mismo. Un dominio que me hizo imaginarlo dando muerte al cuadrúpedo, cargado al hombro su media res, colgándolo luego y seccionándolo con su propio cuchillo pensando en la forma y el tiempo de cocción que se necesitaría para servirlo. Miro su plato y está lleno de hojas de rúcula y queso rallado que inca y lleva a su boca sin parar; lleno de carne que el no iba a masticar.

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