viernes, 2 de diciembre de 2011

Die another day

El calor nos obliga a viajar encapsulados dentro de un microclima que progresivamente va entumeciendo mis pies. Hablamos de alguien que no está, que ahora viaja en otro auto que va siguiendo la misma interminable hilera de automotores del tercer mundo pero unos cinco lugares por delante de nosotros. El coche que lo transporta aparece cuando se anticipa a doblar en una curva en la que todavía no entramos y se mezcla otra vez al volver a transitar en línea recta. Unos tras otros todos nos acercamos y alejamos del que viene delante pero nadie se sobrepasa.

La paciencia mantiene los pelos unidos a nuestras cabezas -pensaba mientras manejaba por la ruta a menos de 80 km por hora- y si perdemos lo uno indefectiblemente perderemos lo otro. El auto que tengo el frente acelera un poco más y alarga la distancia que nos separa, me da tiempo para mirar a mi acompañante y preguntarme si habrá perdido lo uno antes de perder lo otro, o si perdió lo otro sin haber perdido lo uno, así sin más, sin razón.

Por que afuera hace calor seguimos encapsulados. No hay prisa mientras marchamos hablando de asesinatos y psicópatas personificados por actores; hablamos de otros que lo son en la vida real, de esos en los que se inspirarían actores para luego interpretarlos, personalidades psicóticas de película pero viviendo fuera de la pantalla, infundiendo el miedo que reside en la anticipación de lo que pareciese ser un inminente colapso nervioso y el posterior siniestro.

Siempre verde y asador. El clima fuera del microclima es sofocante.

Nos asentamos, y junto con la bebida llegó quien organice la hasta ahora deficiente división del trabajo. Tenemos un asador, dos discos preparados, tenemos leña por doquier y tenemos quien reparta las tareas para lograr el objetivo de comer antes de que anochezca. La gente corre de un lado a otro ensimismados todos en su actividad. Un cuchillo de carnicero se eleva contra un fondo de verde frondoso y cae con rapidez seccionando una pata de pollo del resto de lo queda de su blanco, decapitado e inerte cuerpo. Se escucha el repiqueteo de muchos utensilios contra la madera y lo único que se mantiene estático en el paisaje es la imagen altiva del capataz parado frente al asador, brazos cruzados y pelo plateado, los ojos de búho que reprenden no sin razón cuando algo se sale de su línea, cuando algo demora más de lo esperado o se lo hace de la manera menos práctica.

Miré al dueño de la casa, vestía bambula. De fondo sonaba algo de música desde hacía horas pero no podría asegurar qué era ni si en algún momento cambiaron de canción. La comida hippie, por ósmosis, tiene y tendrá buena vibra; pero compartir la comida con hippies, y es más, comer en la casa de un hippie, aunque ninguno de ellos haya cocinado, le imprime esa misma cualidad, es como una imposición, de repente todo toma ese sabor fatto in casa que se perdió junto con las abuelas que conocieron los placeres de la pasta seca o vibran ante el impulso incierto de dar con el delivery correcto al invitar a casa a sus nietos; o que simplemente van a shopping y los llevan a McDonalds para sorber del popote de la reina de las gaseosas que nos trae el combo grande, cuasi gaseosa infinita.


El calor y el olor a campo; la cerveza y la comida se asentaban tranquilas y me dejan vegetal, sin acción ni pensamiento. Con la nuca apoyada sobre el respaldo de una silla y los pies estirados sobre el suelo miré al grupo de gente con la que acababa de compartir la mesa codo a codo. Éramos un grupo numeroso, la mitad vestía alguna prenda que fuese o muy vieja o de bambula, el resto vagaba entre vestimentas casuales, otras casuales también pero algo más arregladas, como el vestido que por campestre no perdía ni un ápice de elegancia de la blonda más snob del grupo. Pero uno en particular se destacaba: zapatillas deportivas de quinientos pesos de las que sobresalen apenas los soquetes negros que envuelven sus tobillos. La remera, también negra, se le pegaba al cuerpo pero no por ser anatómica, y el short llevaba estampado el número 5. Terror de las damiselas en aprietos, bañero empedernido, en tu otra vida seguro fuistes un gran carnicero.


Al río.

Las zapatillas deportivas de quinientos pesos quedan en una orilla agreste y llena piedras. La gente toma parcelas de tierra neutra y las hace propias por el mero hecho de plantarse a sí mismos como banderas sobre un espacio donde no hay reglas. Ahí pueden vociferar, pueden chapotear, pueden mear y de hecho lo hacen. Cuando alguien se entrega demasiado a sus caprichos, sobrepasando los límites que le impone su propio físico, alguien más, alguna otra bandera en algún otro lugar lo tendrá que rescatar. Quien fuera que vaya al rescate debe estar preparado también para no ser víctima del mismo impulso que hundió a quien espera ser rescatado. Esto es lo que intentaba explicarme en el río aquel cuya remera negra yace al lado de sus zapatillas deportivas sobre la costa pedregosa. El arte del rescate, la patada que subyuga al flujo de la corriente a nuestro propio designio, el brazo que debe dar seguridad al de los caprichos desenfrenados. Me enrosca con un brazo el cuello y quedo mirando hacia arriba, los oídos se sumergen y los ruidos se escuchan raros, toscos; el agua salpica en torno a mi cara y, aunque es sólo un simulacro, siento un poco del pánico que debe sentir alguien que esta siendo salvaguardado por uno de esos vigías del agua que siempre vemos tirados al sol, bien al pedo.

El simulacro/exhibición del que participé a modo de muñeco de pruebas no me llevó a la orilla, el rescatista nadó corriente abajo y me dejó nadando perrito en una hoya profunda -alguien de mi estatura podría pensar que era un espacio sin fondo-. Entonces el rescatista vuelve al punto en que me había rescatado, haya lejos, donde haría pie, donde flotan las polleras de bambula; y yo me quedo en la hoya, pateando perrito y acordándome de la última vez que nadé, o en realidad intentando recordarlo. Adopté una posición paralela al agua, levanté la cabeza e intenté medir distancias para estimar una cantidad de metros a recorrer hasta donde hiciese pie, pero siempre tuve problemas con las medidas a ojo. Nadé a un ritmo rarísimo, moverse para nadar después de pasar tanto tiempo sin hacerlo era como ser virgen e intentar seguir los movimientos de una porno star con la sensibilidad de un cocodrilo. Todo movimiento carecía de métrica y perdía armonía al pasar de ser una señal enviada desde el cerebro -medida, estudiada y sentida para ser perfecta aún en este punto- hasta convertirse en dinamismo y puesta en acción torpe y hasta desmedida por el grado de desesperación que me generaba la situación. Nadaba corriente arriba bajo la mirada del rescatista que estaba parado, con el agua a la altura de la base del número 5 de su pantalón, allá a lo lejos. Ahí entendí todo, él me miraba por que yo debía ahogarme, quería pasar de la mera demostración y el tono lúdico que la reviste al rescate heroico, a la gloria y el consejo o hasta reprimenda que enseña al común de la gente a no confiarse del agua por que es un arma de doble filo. Decidí no mermar el ritmo. Un bañero quería reivindicar su imagen pero no sería hoy; un bañero quería mostrar que ellos no están en la tierra sólo para mirar al horizonte con esas caras de hombres duros que conquistan a mujeres de toda edad, raza y religión; y yo te digo que no será hoy, mi orgullo morirá otro día http://www.youtube.com/watch?v=BM4K7if4DyI ...
A la par de cada brazada navegaba sin rumbo a través de mi esófago el pollo al disco, el calor y el agua le denegaban el libre paso hacia mis tripas y la posterior vuelta al mundo. A la distancia la hostil orilla y la bambula, aquel lugar donde agitado volvería a intentar respirar con normalidad mientras las miradas cómplices decretan -con apenas la mueca de una sonrisa- el final del desafío.

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